Las carnes, base de toda clase de alimentos sustanciosos y suculentos, son un manjar que, tratado con inteligencia y conocimiento, se presta a infinidad de condimentos delicados y nutritivos.
A pesar de las corrientes innovadoras de los vegetarianos, que las proscriben en absoluto, tienen tantos entusiastas aficionados, que no es posible, por mucho que se esfuercen en declararlas nocivas para la salud, aminorar gran cosa el consumo que de ellas se hace en todas partes.
Manipulándolas con habilidad, como decimos, y destinando cada pedazo o clase al condimento que le sea propio, con menor cantidad de esta vianda se obtendrán más positivos resultados en sustancias y jugos alimenticios.
Por el contrario, cuando el operador es torpe y no sabe sacarle todos los elementos nutritivos, aunque cocine gran cantidad de dicho manjar, no obtendrá de ella las sustancias debidas, y hasta la convertirá en una cosa impresentable.
En el cocido, por ejemplo, hemos visto algunas veces que cocineras, enteradas de su oficio, sacaban el caldo más sustancioso con menos cantidad de carnes que otras que le dejaban cocer de cualquier modo, y casi siempre a fuego vivo, hasta su terminación, para ahorrarse el trabajo de atenderle con más frecuencia.
En España, casi siempre se llama vaca y ternera a las reses mayores, aunque se trate de bueyes y becerros. En cambio, las pequeñas lanares suelen nombrarse carneros y corderos, y las demás, cabras y machos, indistintamente.
No en todas partes se sacrifican vacas y terneras, siendo esto propio de capitales y poblaciones de importancia. En la mayoría de los pueblos se ponen a la venta carnes duras, flacas y desabridas, que imposibilitan a toda cocinera de hacer platos como es debido. Por esta causa suelen gastarse en los sitios mencionados más aves de corral, que se cocinan a la perfección.