Se elige la fruta ni verde ni madura, prefiriendo las blancas a las encarnadas.
Bien limpias todas con un paño, se pinchan con un afilado punzón de hueso y se van echando en una cacerola con agua fría. Hecho esto, se ponen al fuego, sin moverlas, y cuando vayan subiendo a la superficie del agua se van sacando una por una, al subir, echándolas en agua fría. Entonces será cuando estén cocidas, y estando todas en el agua fresca, se les cambia ésta y se tienen así tres días, cuidando de renovarles el agua dos veces diariamente.
Pasado este tiempo, se hace un almíbar a punto de vela, clarificado al negro marfil, y estando hecho se aparta, para poner a la lumbre las acerolas con agua, hasta que se calienten bien.
Estando todas calientes, se apartan del fuego y, escurridas sobre un cedazo, se ponen en el almíbar, debiendo quedar cubiertas con él; se dejan de este modo por espacio de cinco o seis días, calentándolas una vez cada día y apartándolas en él momento de levantar el hervor.
Cuando haya tomado el almíbar el grado de vela, de nuevo, se apartan y, en estando muy frías, pueden guardarse. Si hubiese poco almíbar para cubrirlas, debe agregárseles el que necesiten.