argivos y troyanos, debéis separaros, pues padecisteis muchos males por
mi contienda,
que Alejandro originó. Aquél de nosotros para quien se hallen
aparejados el destino y la
muerte perezca; y los demás separaos cuanto antes. Traed un cordero blanco
y una cor-
dera negra para la Tierra y el Sol; nosotros traeremos otro para Zeus. Conducid
acá a
Príamo para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son
soberbios y
fementidos: no sea que por alguna transgresión se quebranten los juramentos
prestados
invocando a Zeus. El alma de los jóvenes es siempre voluble, y el viejo,
cuando
interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro a fin de que se haga
lo más
conveniente para ambas partes.
111 Así dijo. Gozáronse aqueos y troyanos con la esperanza de
que iba a terminar la
calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las filas, bajaron de los carros
y, dejando la
armadura en el suelo, se pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto
espacio
mediaba entre ambos ejércitos.
116 Héctor despachó dos heraldos a la ciudad para que en seguida
le trajeran las
víctimas y llamaran a Príamo. El rey Agamenón, por su parte,
mandó a Taltibio que se
llegara a las cóncavas naves por un cordero. El heraldo no desobedeció
al divino
Agamenón.
121 Entonces la mensajera Iris fue en busca de Helena, la de níveos brazos,
tomando la
figura de su cuñada Laódice, mujer del rey Helicaón Antenórida,
que era la más hermosa
de las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio tejiendo una gran
tela doble, purpúrea, en la
cual entretejía muchos trabajos que los troyanos, domadores de caballos,
y los aqueos, de
broncíneas corazas, habían padecido por ella por mano de Ares.
Paróse Iris, la de los pies
ligeros, junto a Helena, y así le dijo:
130 -Ven acá, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos
de los troyanos,
domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas. Los que
antes, ávidos del
funesto combate, llevaban por la llanura al luctuoso Ares unos contra otros,
se sentaron
-pues la batalla se ha suspendido- y permanecen silenciosos, reclinados en los
escudos,
con las luengas picas clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro a Ares,
lucharán
por ti con ingentes lanzas, y el que venza to llamará su amada esposa.
139 Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón
dulce deseo de su anterior
marido, de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento de la
habitación,
cubierta con blanco velo, derramando tiernas lágrimas; sin que fuera
sola, pues la
acompañaban dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y Clímene, la
de ojos de novilla. Pronto
llegaron a las puertas Esceas.
146 Allí, sobre las puertas Esceas, estaban Príamo, Pántoo,
Timetes, Lampo, Clitio,
Hicetaón, vástago de Ares, y los prudentes Ucalegonte y Anténor,
ancianos del pueblo;
los cuales a causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores,
semejantes a
las cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oír
su aguda voz. Tales próceres
troyanos había en la torre. Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se
encaminaba,
dijéronse unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras:
156 -No es reprensible que troyanos y aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos
males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las
diosas inmortales.
Pero, aun siendo así, váyase en las naves, antes de que llegue
a convertirse en una plaga
para nosotros y para nuestros hijos.
161 Así hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo:
162 -Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a
tu anterior marido y a sus
parientes y amigos -pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que
promovieron
contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos- y me digas cómo se
llama ese ingente
varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay
de mayor estatura, pero
jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.
171 Contestó Helena, divina entre las mujeres:
172 -Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte
me hubiese sido
grata cuando vine con tu hijo, dejando, a la vez que el tálamo, a mis
hermanos, mi hija
querida y mis amables compañeras! Pero no sucedió así,
y ahora me consumo llorando.
Voy a responder a tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón
Atrida, buen rey y
esforzado combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo
no ha sido sueño.
