HOMERO
ILÍADA CANTO I*
Peste - Cólera
* Después de una corta invocación a la divinidad para
que cante "la perniciosa ira de Aquiles", nos
refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento
aqueo para rescatar a su hija, que
había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón;
éste desprecia al sacerdote, se niega a
darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado,
suscita una terrible peste en el
campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el ágora
por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo
dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera
que referirse a Agamenón, se sabe por
fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises
ha sido la causa del enojo del dios. Esta
declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver
la esclava, se le prepare otra recompensa; y
Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya.
Así, de un modo tan natural, se origina la
discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe
más valiente. La riña llega a tal punto que
Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón
si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea;
entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita
y amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseida,
a pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor;
se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos
heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises
y otros griegos se embarcan con Criseid a
y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su
madre Tetis que suba al Olimpo a impetre
de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón
comprenda la falta que ha cometido;
Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce
una violenta disputa entre Zeus y
Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a
reinar en el Olimpo y los dioses celebran
un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que
se recogen en sus palacios.
1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera
funesta que causó infinitos males
a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas
de héroes, a quienes hizo presa
de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus-
desde que se separaron
disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos
la contienda para que pelearan? El hijo de
Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército
maligna peste, y los hombres pe-
recían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote
Crises. Éste, deseando redimir a su
hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con
un inmenso rescate y las ínfulas
de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo
cetro, en la mano; y a todos los
aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos,
así les suplicaba:
17 -¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los
dioses, que poseen olímpicos
palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar
felizmente a la patria! Poned
en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de
Zeus, a Apolo, el que hiere
de lejos.
22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote
y se admitiera el
espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien
no plugo el acuerdo, le despidió de
mal modo y con altaneras voces:
26 -No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas
naves, ya porque ahora demores
tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan
el cetro y las ínfulas del
dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá
la vejez en mi casa, en Argos, lejos de
su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete;
no me irrites, para que
puedas irte más sano y salvo. 33 Así dijo. El anciano
sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio
por la
orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía
muchos ruegos al soberano
Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:
37 -¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges
a Crisa y a la divina Cila, a imperas
en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez
adorné tu gracioso templo o
quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras,
cúmpleme este voto: ¡Paguen los
dánaos mis lágrimas con tus flechas!
43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado
en su corazón, descendió de las
cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros;
las saetas resonaron
sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse.
Iba parecido a la noche.
Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco
de plata dio un terrible chasquido. Al
principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles
perros; mas luego dirigió sus
amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas
piras de cadáveres.
53 Durante nueve días volaron por el ejército las
flechas del dios. En el décimo,
Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en
el corazón Hera, la diosa de los níveos
brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía
morir. Acudieron éstos y, una vez
reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
59 -¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo
otra vez errantes, si
escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas
acabarán con los aqueos.
Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete
de sueños -pues también el
sueño procede de Zeus-, para que nos diga por qué
se irritó tanto Febo Apolo: si está
quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando
en su obsequio grasa de
corderos y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.
68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse
entre ellos Calcante Testórida, el
mejor de los augures -conocía lo presente, lo futuro y lo
pasado, y había guiado las naves
aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo
Apolo-, y benévolo los
arengó diciendo:
74 -¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la
cólera de Apolo, del dios que hiere
de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que
estás pronto a defenderme de
palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza
de gran poder entre los argivos
todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso
que el inferior contra quien
se enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda
luego rencor hasta que logra
ejecutarlo en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.
84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
85 -Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues
¡por Apolo, caro a
Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos
a los dánaos!, ninguno
de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas
naves, mientras yo viva y
vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón,
que al presente se jacta de ser
en mucho el más poderoso de todos los aqueos.
92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
93 -No está el dios quejoso con motivo de algún voto
o hecatombe, sino a causa del
ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no
devolvió la hija ni admitió el
rescate. Por esto el que hiere de lejos nos causó males y
todavía nos causará otros. Y no
librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que
sea restituida a su padre, sin premio ni
rescate, la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada
hecatombe. Cuando así le
hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.
101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al
punto el poderoso héroe Agamenón
Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera
y los ojos parecidos al
relumbrante fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
106-¡Adivino de males! jamás me has anunciado nada
grato. Siempre te complaces en
profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno.
Y ahora, vaticinando ante
los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía
calamidades, porque no quise
admitir el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien
anhelaba tener en mi casa. La
prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa,
porque no le es inferior ni en el
talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero,
aun así y todo, consiento en
devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve,
no que perezca. Pero
preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único
argivo que sin ella se
quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va
a otra parte la que me había
correspondido.
121 Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:
122 -¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso
de todos! ¿Cómo pueden darte otra
recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan
en parte alguna cosas de la