Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las
naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios,
quiénes a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de la muerte
y del fatigoso trabajo de Ares. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de
cinco años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos
de los aqueos todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos
Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Ulises, igual a Zeus en prudencia. Es-
pontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano
estaba preparando. Colocaronse todos alrededor del buey y tomaron la mola. Y puesto en
medio, el poderoso Agamenón oró diciendo:
412 -¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter!
¡No se ponga el sol ni sobrevenga la obscuridad antes que yo destruya el palacio de
Príamo, entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza
la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de
cara en el polvo y mordiendo la tierra!
419 Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no
envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la
cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, y
después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne,
los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron
al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo to restante en
pedazos muy pequeños, atravesáronlo con pinchos, to asaron cuidadosamente y lo re- tiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de
su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Nés-
tor, el caballero gerenio, comenzó a decirles:
434-¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! No nos entretengamos en hablar,
ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. Mas, ea, los
heraldos de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de
los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto
antes un vivo combate.
441 Así dijo; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que
los heraldos de voz sonora llamaran al combate a los melenudos aqueos; hízose el
pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían
formar a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de ojos de lechuza, llevando la
preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien
labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre
los aqueos, instigábalos a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que
pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable el combate, que
volver a la patria tierra en las cóncavas naves.
455 Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego
se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas arma-
duras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter.
459 De la suerte que las alígeras aves -gansos, grullas o cisnes cuellilargos- se posan en
numerosas bandadas y chillando en la pradera Asia, cerca de la corriente del Caístro,
vuelan acá y allá ufanas de sus alas, y el campo resuena; de esta manera las numerosas
huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba
horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido
prado del Escamandrio llegaron a juntarse fueron innumerables; tantos, cuantas son las
hojas y Bores que en la primavera nacen.
469 Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan
agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en tan gran número
reuniéronse en la llanura los melenudos aqueos, deseosos de acabar con los troyanos.
474 Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores separan
las cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el po-


 

 
 

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