Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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aqueos. ¡Oh
cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la
patria y dejémoslo aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra
ayuda; ya que ha ofendido a Aquiles, varón muy superior, arrebatándole la recompensa
que todavía retiene. Poca cólera siente Aquiles en su pecho y es grande su indolencia; si
no fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje.
243 Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamenón, pastor de hombres. En
seguida el divino Ulises se detuvo a su lado; y mirándolo con torva faz, lo increpó
duramente:
246 -¡Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo disputar
con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilio
con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el
regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será
feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le
dan muchas cosas; por esto lo zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a en-
contrarte delirando como ahora, no conserve Ulises la cabeza sobre los hombros, ni sea
llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la tú-
nica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves
después de castigarte con afrentosos azotes.
265 Así, pues, dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros. Tersites
se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía
en su espalda debajo del áureo cetro. Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con aire
de simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó
quien dijera a su vecino:
272 -¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Ulises, ya dando consejos saludables, ya
preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer
callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no lo impulsará en lo sucesivo a zaherir
con injuriosas palabras a los reyes.
278 -Así hablaba la multitud. Levantóse Ulises, asolador de ciudades, con el cetro en la
mano (Atenea, la de ojos de lechuza, que, transfigurada en heraldo, junto a él estaba, im- puso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran su
discurso y meditaran sus consejos), y benévolo los arengó diciendo:
284 -¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de
voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de Argos, criador de caballos:
que no te irías sin destruir la bien murada Ilio. Cual si fuesen niños o viudas, se lamentan
unos con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de vol-
ver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer,
cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar
alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presence, que aquí permanecemos. No
me enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero sería
bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito.
Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la
predicción de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que
no habéis sido arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois testigos de lo que
ocurrió en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que cantos males habían de traer
a Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los
inmortales, junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba
agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda,
que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama
cimera de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se
acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y, con la madre que los parió, nueve. El
dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba en torno de
sus hijos quejándose, y aquél volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba.
Después que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos,


 

 
 

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