Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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ingenioso os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os
arrepentiríais de hablar así.
-¿Vais a soltarme la lección, Porthos? -exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar
como un relámpago.
-Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro -prosiguió
Porthos-. Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no
nos enfademos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido entre vos,
Athos y yo. Vais a la casa de la señora D'Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la casa de la señora de Bois-Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy adelantado en los
favores de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es
conocida vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su
Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina es
sagrada, y si se habla de ella, que sea para bien.
Porthos, sois pretencioso como Narciso, os lo aviso -respondió Aramis-, sabéis que odio la
moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado
magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy mos-
quetero: y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que me
irritáis.
-¡Aramis!
-¡Porthos!
-¡Eh, señores, señores! -gritaron a su alrededor.
-El señor de Tréville espera al señor D'Artagnan -interrumpió el lacayo abriendo la puerta del
gabinete.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio
del silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró
donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al
fin de aquella extravagante querella.

Capítulo III

La audiencia

El señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó
cortésmente al joven, que se inclinó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento
bearnés le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hombre
en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y haciendo a D'Artagnan
un gesto con la mano, como para pe dirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar
con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos
intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado:
-¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis!
Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos
últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y
avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron fran-
queado el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamen te tranquilo, excitó sin
embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de
D'Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado
de todos sus rayos.
Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando
el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado
sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo
recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto
frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:
-¿Sabéis lo que me ha dicho el rey -exclamó-, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis,
señores?
-No -respondieron tras un instante de silencio los dos mosqueteros-; no, señor, lo ignoramos.
-Pero espero que haréis el honor de decírnoslo -añadió Aramis en su tono más cortés y con la
más graciosa reverencia.
-Me ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosquete ros entre los guardias del señor
cardenal.


 

 
 

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