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Alejandro Dumas
Los tres mosqueteros


Prefacio
EN EL QUE SE RACE CONSTAR QUE,
PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,
LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS
A TENER EL HONOR DE CONTAR
A NUESTROS LECTORES
NO TIENEN NADA DE MITOLOGICO

Hace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi
historia de Luis XIV , di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas -como la
mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse
una vuelta más o menos larga por la Bastilla- en Amsterdam, por el editor Pierre Rouge. El título
me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.
No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a
ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos
esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados
sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto
parecido como en la historia del señor Anquetil, las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de
Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.

Mas, como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que
impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda,
los detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto,
nadie antes que nosotros había prestado la menor atención.
D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros
del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el que él
solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.
Confesamos que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la
mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan había disimulado
nombres tal vez ilustres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habían
escogido ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se
habían endosado la simple casaca de mosquetero.
Desde ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella
cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra
curiosidad.
Sólo el catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta llenaría un folletón entero cosa
que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos
contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de tantas
inves tigaciones infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin,
guiados por los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulin Paris, un manuscrito in- folio, con
la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado así:
Memorias del señor conde de la Fère, referentes a algunos de los sucesos que pasaron en
Francia hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del reinado del rey Luis XIV. Adivínese si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza
nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el
nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.
El descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que la
ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos
apresuramos a solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día con el
bagaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no conseguimos, cosa
muy probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje. Debemos decir que
ese permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir pú-
blicamente a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco dispuesto
con los literatos.
Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese manuscrito,
restituyéndole el título que le conviene, comprometiéndonos a publicar inmediatamente la
segunda si, como estamos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que merece.
Mientras tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa de su
placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.
Sentado esto, pasemos a nuestra historia.



Capítulo 1

Los tres presentes del señor D'Artagnan padre

El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman
de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido
a hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle
Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza
y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la
hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo
compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra
registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que
guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el Español que hacía la
guerra al rey. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban
los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el
mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los
lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero
nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el
susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el
banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del
Franc Meunier.
Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo. Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho
años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de
lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste.
Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares
enormente desarrollados, índice in falible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y
nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a
inte ligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un
adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría
tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, pren dida de un
tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado
de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una
jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin
gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía
inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las
cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte
incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la
susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la
puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D'Artagnan (así se llamaba el don
Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba,


 

 
 

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