por buen caballero que fuese, semejante montura; también él había
lanzado un fuerte suspiro al
aceptar el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan padre.
No ignoraba que una bestia
semejante valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con
que el presente vino
acompañado no tenían precio.
-Hijo mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro
patois de Béam del que jamás había
podido desembarazarse Enrique IV -, hijo mío, este caballo ha nacido
en la casa de vuestro padre,
tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese
tiempo, lo que debe llevaros a amarlo.
No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente
de viejo; y si hacéis campaña con
él, cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte
-continuó el señor D'Arta gnan padre-,
si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás
os da derecho vuestra antigua
nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente
llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años.
Por vos y por los vuestros
(por los vuestros entiendo vuestros parientes y ami gos) no soportéis
nunca nada salvo del señor
cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor
se labra hoy día un gentil-
hombre su camino. Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo
que precisamente
durante ese segundo la fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser
valiente por dos razones: la
primera, porque sois gascón, y la segunda porque sois hijo mío.
No temáis las ocasiones y bus-
cad las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un
jarrete de hierro, un
puño de acero; batíos por cualquier motivo; batíos, tanto
más cuanto que están prohibidos los
duelos, y por consiguiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mío,
más que quince
escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír.
Vuestra madre añadirá la receta
de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa
para curar cualquier
herida que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo, y vivid felizmente
y por mucho
tiempo. Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os
propongo, no el mío porque yo
nunca he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión
como voluntario; me refiero al
señor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y
que tuvo el honor siendo niño de jugar con
nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve. A ve ces sus juegos degeneraban
en batalla, y en
esas batallas no siempre era el rey el más fuerte. Los golpes que en
ellas recibió le proporciona-
ron mucha estima y amistad hacia el señor de Tréville. Más
tarde, el señor de Tréville se batió
contra otros en su primer viaje a Paris, cinco veces; tras la muerte del difunto
rey hasta la
mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces;
y desde esa mayoría hasta
hoy, quizá cien. Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos,
vedle capitán de los
mosqueteros, es decir, jefe de una legión de Césares a quien el
rey hace mucho caso y a quien el
señor cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no
teme a nada. Además, el señor
de Tréville gana diez mil escudos al año; es por tanto un gran
señor. Comenzó como vos: idle a
ver con esta carta, y amoldad vuestra conducta a la suya, para ser como él.
Con esto, el señor D'Artagnan padre ciñ a su hijo su propia espada,
lo besó tiernamente en
ambas mejillas y le dio su bendición.
Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre,
que lo esperaba con la famosa
receta cuyo empleo los consejos que acaba mos de referir debían hacer
bastante frecuente. Los
adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían
sido por el otro, no porque el
señor D'Artagnan no amara a su hijo, que era su único vástago,
sino porque el señor D'Artagnan
era hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la
emoción, mientras
que la señora D'Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró
en abundancia y, digámoslo en
alabanza del señor D'Artagnan hijo, por más esfuerzo que él
hizo por aguantar sereno como
debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y
derramó muchas lágrimas de las
que a duras penas consiguió ocultar la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes
paternos y que estaban
compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para
el señor de Tréville;
como es lógico, los consejos le habían sido dados por añadidura.
Con semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y físicamente,
copia exacta del
héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando
