Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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-No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios dineros
-respondió aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.
-Sí, como yo he comprado - dijo otro mosquetero- esta bolsa nueva con lo que mi amante puso
en la vieja.
-Es cierto -dijo Porthos-, y la prueba es que he pagado por él doce pistolas.
La admiración acreció, aunque la duda continuaba existiendo.
-¿No es así, Aramis? -dijo Porthos volviéndose hacia otro mos quetero.
Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le inte rrogaba y que acababa de
designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de
rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un
melocotón en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su labio superior una línea perfectamente
recta; sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en
cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y
transparente. Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito
mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía
tener el mayor cuidado. Respondió con un gesto de cabeza afirmativo a la interpelación de su
amigo.
Esta afirmación pareció haberle disipado todas las dudas respecto al tahalí; continuaron, pues,
admirándolo, pero ya no volvieron a hablar de él; y por uno de esos virajes rápidos del
pensamiento, la con versación pasó de golpe a otro tema.
-¿Qué pensáis de lo que cuenta el escudero de Chalais? -preguntó otro mosquetero sin
interpelar directamente a nadie y dirigiéndose por el contrario a todo el mundo.
-¿Y qué es lo que cuenta? -preguntó Porthos en tono de suficiencia. -Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort, el instrumento ciego del cardenal,
disfrazado de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz, engañ al señor de
Laigues como a necio que es.
-Como a un verdadero necio -dijo Porthos-; pero ¿es seguro?
-Lo sé por Aramis -respondió el mosquetero.
-¿De veras?
-Lo sabéis bien, Porthos -dijo Aramis-; os lo conté a vos mismo ayer, no hablemos pues más.
-No hablemos más, esa es vuestra opinión -prosiguió Porthos-. ¡No hablemos más! ¡Maldita
sea! ¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su
correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a
esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de que ha
querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este enigma,
vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos
pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
-Hablemos entonces, pues que lo deseáis -prosiguió Aramis con paciencia.
-Ese Rochefort -dijo Porthos-, si yo fuera el escudero del pobre Chalais, pasaría conmigo un
mal rato.
-Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo -prosiguió Aramis.
-¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! -respondió Porthos aplaudiendo y aprobando
con la cabeza-. El «duque Rojo» tiene gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo.
¡Tiene ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido,
qué delicioso abad habríais hecho!
-¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo -prosiguió Aramis-: un día lo seré. Sabéis bien,
Porthos, que sigo estudiando teología para ello.
-Hará lo que dice -prosiguió Porthos-, lo hará tarde o temprano.
-Temprano -dijo Aramis.
-Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada
debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.
-¿Y a qué espera? -preguntó otro.
-Espera a que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.
-No bromeemos sobre esto, señores -dijo Porthos-; gracias a Dios, la reina está todavía en
edad de darlo.
-Dicen que el señor de Buckingham está en Francia - prosiguió Aramis con una risa burlona que
daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.
-Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis -interrumpió Porthos-, y vuestra manía de ser


 

 
 

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