y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso
alguna vez a las dueñas, no
había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la
mitad de aquellas maravillas
amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los
nombres más
conocidos y los detalles menos velados. Pero si su amor por las buenas costumbres
fue
sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la
antecámara. Allí,
para gran sorpresa suya, D'Artagnan oía criticar en voz alta la política
que hacía temblar a
Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes
había llevado al
castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado
por el señor
D'Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor
de Tréville, que se metían
con sus piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villancicos
sobre la señora
D'Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet, su nieta, mientras
otros preparaban
partidas contra los pajes y los guardias del cardenal-duque, cosas todas que
parecían a D'Arta-
gnan monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey intervenía a veces de improviso
en medio de todas
aquellas rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un
momento todas
aquellas bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían
temer la indiscreción del
tabique del gabinete del señor de Tréville; pero pronto una alusión
volvía a llevar la conversación
a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba
luz sobre todas
sus ac ciones.
-Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas
-pensó D'Artagnan con
terror-, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los
he escuchado y
oído seré tenido por cómplice suyo. ¿Qué
diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado
respetar al cardenal, si me supiera en compaña de semejantes paganos?
Por eso, como puede suponerse sin que yo lo diga, D'Artagnan no osaba entregarse
a la
conversación; sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos
sus oídos, tendiendo
ávidamente sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza
en las recomenda-
ciones pater nas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus
instintos a celebrar más
que a censurar las cosas inauditas que allí pasaban.
Sin embargo, como era absolutamente extraño el montón de cortesanos
del señor de Tréville,
y era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle
lo que deseaba. A esta
pregunta, D'Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó
en el título de compatriota, y
rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella
pregunta pedir por él al señor de
Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometió
en tono protector transmitir en
tiempo y lugar.
D'Artagnan, algo recuperado de su primera sorpresa, tuvo entonces la oportunidad
de estudiar
un poco las costumbres y las fisonomías.
En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran
estatura, de rostro altanero
y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención
general. No llevaba, por de
pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria
en aquella época
de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste,
un tanto ajada y
raída, y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados
de oro, que relucía como las
escamas de que el agua se cubre a plena luz del día. Una capa larga de
terciopelo carmesí caía
con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido
tahalí, del que
colgaba un gigantesco estoque.
Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba
de estar
constipado y tosía de vez en cuando con afectación. Por eso se
había puesto la capa, según decía
a los que le rodea ban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorciéndose
des-
deñosamente su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado,
y D'Artagnan más que
ningún otro.
-¿Qué queréis? -decía el mosquetero-. La moda lo
pide; es una locura, lo sé de sobra, pero es
la moda. Por otro lado, en algo tiene que emplear uno el dinero de su legítima.
-¡Ah, Porthos! -exclamó uno de los asistentes-. No trates de hacernos
creer que ese tahalí te
viene de la generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con
la que te encontré el otro
domingo en la puerta Saint-Honoré.
