-¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué?
-preguntó vivamente Porthos.
-Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con
una mezcla de buen
vino.
Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D'Artagnan no
sabía dónde
estaba y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra.
-Sí, sí -continuó el señor de Tréville animándose-,
sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi
honor, es cierto que los mosquete ros juegan un triste papel en la corte. El
señor cardenal
contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó
mucho que
anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras
con un acento
irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes
(añadió mirándome con su ojo de oce-
lote), se habían retrasado en la calle Férou, en una taberna,
y que una ronda de sus guardias
(creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada
a detener a los perturbadores.
¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais
vosotros, vosotros, no lo neguéis, os
han reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía,
sí, culpa mía, porque soy
yo quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ¿por qué diablos
me habéis pedido la casaca
cuando tan bien ibais a estar bajo la sotana? Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis
un tahalí de oro tan
bello sólo para colgar en él una espada de paja? ¡Y Athos!
No veo a Athos. ¿Dónde está?
-Señor -respondió tristemente Aramis-, está enfermo, muy
enfermo.
-¿Enfermo, muy enfermo, decís? ¿Y de qué enfermedad?
-Temen que sea la viruela, señor -respondió Porthos, querien do
terciar con una frase en la
conversación-, y sería molesto porque a buen seguro le estropearía
el rostro.
-¡Viruela! ¡Vaya gloriosa historia la que me contáis, Porthos!...
¿Enfermo de viruela a su
edad?... ¡No!... sino herido sin duda, muerto quizá... ¡Ah!,
si ya lo sabía yo... ¡Maldita sea!
Señores mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los
malos lugares, que se busca
querella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas. No quiero,
en fin, que se dé
motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes,
tranquilas, diestras,
que nunca se ponen en situación de ser arrestadas, y que, por otro lado,
no se dejarían dete-
ner..., estoy seguro. Preferirían morir allí mismo antes que dar
un paso atrás... Largarse, salir
pitando, huir, ¡bonita cosa para los mosqueteros del rey!
Porthos y Aramis temblaron de rabia. De buena gana habrían estrangulado
al señor de Tréville,
si en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que
les tenía lo que le
hacía hablar así. Golpeaban el suelo con el pie, se mordían
los labios hasta hacerse sangre y
apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada. Fuera se había
oído llamar, como ya
hemos dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se había adivinado, por el
tono de la voz del señor de
Tréville, que estaba completamente encolerizado. Diez cabezas curiosas
se habían apoyado en
los tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta
no perdían sílaba de
cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras
insultantes del capitán a
toda la población de la antecámara. En un instante, desde la puerta
del gabi nete a la puerta de la
calle, todo el palacio estuvo en ebullición.
-¡Los mosqueteros del rey se hacen arrestar por los guardias del señor
cardenal! -continuó el
señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero
cortando sus palabras y
hundiéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas
en el pecho de sus
oyentes-. ¡Ay, seis guardias de Su Eminencia arrestan a seis mosqueteros
de Su Majestad! ¡Por
todos los diablos! Yo he tomado mi decisión. Ahora mismo voy al Louvre;
presento mi dimisión
de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre
los guardias del cardenal,
y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!'
A estas palabras el murmullo del exterior se convirtió en una explosión;
por todas partes no se
oían más que juramentos y blasfemias. Los ¡maldición!,
los ¡maldita sea!, los ¡por todos los
diablos! se cruzaban, en el aire. D'Artagnan buscaba una tapicería tras
la cual esconderse, y
sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.
-Bueno, mi capitán -dijo Porthos, fuera de sí-, la verdad es que
éramos seis contra seis, pero
fuimos cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo
de sacar nuestras
espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido
gravemente, no valía mucho
