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CAPÍTULO II
LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL
I. El hombre rutinario. - II. Los estigmas de la mediocridad intelectual.
- III. La maledicencia: una alegoría de Bottlcelli. - IV. El sendero
de la
gloria.
I. EL HOMBRE RUTINARIO
La Rutina es un esqueleto fósil cuyas piezas resisten a la carcoma
de los siglos. No es hija de la experiencia; es su caricatura. La una es
fecunda y engendra verdades; estéril la otra y las mata.
En su órbita giran los espíritus mediocres. Evitan salir de ella
y
cruzar espacios nuevos; repiten que es preferible lo malo conocido a lo
bueno por conocer. Ocupados en disfrutar lo existente, cobran horror a
toda innovación que turbe su tranquilidad y les procure desasosiegos.
Las ciencias, el heroísmo, las originalidades, los inventos, la virtud
misma, parécenles instrumentos del mal, en cuanto desarticulan los
resortes de sus errores: como en los salvajes, en los niños y en las
cla-
ses incultas.
Acostumbrados a copiar escrupulosamente los prejuicios del me-
dio en que viven, aceptan sin contralor las ideas destiladas en el labo-
ratorio social: como esos enfermos de estómago inservible que se
alimentan con substancias ya digeridas en lo frascos de las farmacias.
Su impotencia para asimilar ideas nuevas los constriñe a frecuentar las
antiguas.
La Rutina, síntesis de todos los renunciamientos, es el hábito
de
renunciar a pensar. En los rutinarios todo es menor esfuerzo; la acidia
aherrumbra su inteligencia. Cada hábito es un riesgo, porque la fami-
liaridad aviene a las cosas detestables y a las personas indignas. Los
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actos que al principio provocaban pudor, acaban por parecen naturales;
el ojo percibe los tonos violentos como simples matices, el oído escu-
cha las mentiras con igual respeto que las verdades, el corazón aprende
a no agitarse por torpes acciones.
Los prejuicios son creencias anteriores a la observación; los jui-
cios, exactos o erróneos, son consecutivos a ella. Todos los individuos
poseen hábitos mentales; los conocimientos adquiridos facilitan los
venideros y marcan su rumbo. En cierta medida nadie puede substraér-
seles. No son exclusivos de los hombres mediocres; pero en ellos re-
presentan siempre una pasiva obsecuencia al error ajeno. Los hábitos
adquiridos por los hombres originales son genuinamente suyos, le son
intrínsecos: constituyen su criterio cuando piensan y su carácter
cuando
actúan; son individuales e inconfundibles. Difieren substancialmente
de la Rutina, que es colectiva y siempre perniciosa, extrínseca al indi-
viduo, común al rebaño: consiste en contagiarse los prejuicios
que
infestan la cabeza de los demás. Aquéllos caracterizan a los hombres;
ésta empaña a las sombras. El individuo se plasma los primeros;
la
sociedad impone la segunda. La educación oficial involucra ese peli-
gro: intenta borrar toda originalidad poniendo iguales prejuicios en
cerebros distintos. La acechanza persiste en el inevitable trato munda-
no con hombres rutinarios. El contagio mental flota en la atmósfera y
acosa por todas partes; nunca se ha visto un tonto originalizado por
contigüidad y es frecuente que un ingenio se amodorre entre pazguatos.
Es más contagiosa la mediocridad que el talento.
Los rutinarios razonan con la lógica de los demás. Disciplinados
por el deseo ajeno, encalónanse en su casillero social y se catalogan
como reclutas en las filas de un regimiento. Son dóciles a la presión
del
conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública que los
achata
como un inflexible laminador. Reducidos a vanas sombras, viven del
juicio ajeno; se ignoran a sí mismos, limitándose a creerse como
los
creen los demás. Los hombres excelentes, en cambio, desdeñan la
opinión ajena en la justa proporción en que respetan la propia,
siempre
más severa, o la de sus iguales.
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Son zafios, sin creerse por ello desgraciados. Si no presumieran
de razonables, su absurdidad enternecería. Oyéndoles hablar una
hora
parece que ésta tuviese mil minutos. La ignorancia es su verdugo,
como lo fue otrora del siervo y lo es aún del salvaje; ella los hace
ins-
trumentos de todos los fanatismos, dispuestos a la domesticidad, inca-
paces de gestos dignos. Enviarían en comisión a un lobo y un cordero,
sorprendiéndose sinceramente si el lobo volviera solo. Carecen de buen
gusto y de aptitud para adquirirlo. Si el humilde guía de museo no los
