Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla
inoportuna en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el
encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión
luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea y
nos acecha; deléitase en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las
tinieblas. Es a la mente lo que son al cuerpo los defectos físicos, la
cojera o el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, incompren-
sión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez. La conducta,
en sí misma, no es distinguida ni vulgar; la intención ennoblece los
actos, los eleva, los idealiza y, en otros casos, determina su vulgaridad.
Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden
resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo
a rendirse, responde su palabra memorable, se eleva a un escenario
homérico y es sublime.
Los hombres vulgares querrían pedir a Circe los brebajes con que
transformó en cerdos a los compañeros de Ulises, para recetárselos a
todos los que poseen un ideal. Los hay en todas partes y siempre que
ocurre un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mis-
mo que entre la escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parla-
mentos y en las cárceles, en las universidades y en los pesebres. En
ciertos momentos osan llamar ideales a sus apetitos, como si la urgen-
cia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de
perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca.
Repudian las cosas líricas porque obligan a pensamientos muy
altos y a gestos demasiado dignos. Son incapaces de estoicismos: su
frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reser-
vando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su genero-
sidad es siempre dinero dado a usura. Su amistad es una complacencia
servil o una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna
virtud, degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable
o bajo que la macula.
Admiran el utilitarismo egoísta, inmediato, menudo, al contado.
Puestos a elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia
inclinación, sino el que les marcaría el cálculo de sus iguales. Ignoran
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que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los
ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son
fríos, porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión
es como los soles de invierno; alumbran pero, bajo sus rayos se puede
morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo
y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la
posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo
germen de poesía capaz de embellecer la vida.
El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un co-
mercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la
caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma
el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgu-
llo en vanidad, el respeto en servilismo. Lleva a la ostentación. a la
avaricia, a la falsedad, a la avidez, a la simulación; detrás del hombre
mediocre asoma el antepasado salvaje que conspira en su interior aco-
sado por el hambre de atávicos instintos y sin otra aspiración que el
hartazgo.
En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y mili-
tante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan
a purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto a los
que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de
los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos a las
inteligencias y a los corazones, puede amenguarse la omnipotencia de
la vulgaridad, porque en toda larva sueña, acaso, una mariposa. Los
hombres que vivieron en perpetuo florecimiento de virtud, revelan con
su ejemplo que la vida puede ser intensa y conservarse digna; dirigirse
a la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de
pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la vulgaridad en-
turbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus fuentes sea
opacado por el limo.
En la meditación de viaje, oyendo silbar el viento entre las jar-
cias, la humanidad nos pareció como un velero que cruza el tiempo
infinito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin velas,
sería estéril la pujanza del viento; sin viento, de nada servirían las lonas
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más amplias. La mediocridad es el complejo velamen de las socieda-
des, las resistencias que éstas oponen al viento para utilizar su pujanza;
la energía que infla las velas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y
lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así -
resistiéndolos, como las velas al viento-, los rutinarios aprovechan el
empuje de los creadores. El progreso humano es la resultante de ese
contraste perpetuo entre masas inertes y energías propulsoras.


 

 
 

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