Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

    LIBROS GRATIS

    Libros Gratis
    Libros para Leer Online
    Recetas de Cocina
    Letras de Tangos
    Guia Medica
    Filosofia
    Derecho Privado



detiene con insistencia, pasan indiferentes junto a una madona del
Angélico o un retrato de Rembrandt; a la salida se asombran ante cual-
quier escaparate donde haya oleografías de toreros españoles o gene-
rales americanos.
Ignoran que el hombre vale por su saber; niegan que la cultura es
la más honda fuente de la virtud. No intentan estudiar; sospechan,
acaso, la esterilidad de su esfuerzo, como esas mulas que por la cos-
tumbre de marchar al paso han perdido el uso del galope. Su incapaci-
dad de meditar acaba por convencerles de que no hay problemas
difíciles y cualquier reflexión paréceles un sarcasmo; prefieren confiar
en su ignorancia para adivinarlo todo. Basta que un prejuicio sea inve-
rosímil para que lo acepten y lo difundan; cuando creen equivocarse,
podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura
les produce efectos de envenenamiento. Sus pupilas se deslizan frívo-
lamente sobre centones absurdos; gustan de los más superficiales, de
esos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan
bastante profundos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta
el empacho mental: ignoran que el hombre no vive de lo que engulle,
sino de lo que asimila. El atascamiento puede convertirlos en eruditos
y la repetición darles hábitos de rumiante. Pero, apiñar datos no es
aprender; tragar no es digerir. La más intrépida paciencia no hace de un
rutinario un pensador; la verdad hay que saberla amar y sentir. Las
nociones mal digeridas sólo sirven para atorar el entendimiento.
Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan
de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su cerebración preca-
ria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas
53
que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolear su
propia cabeza, renuncian a cualquier sacrificio, alegando la inseguridad
del resultado; no sospechan que "hay más placer en marchar hacia la
verdad que en llegar a ella".
Sus creencias, amojonadas por los fanatismos de todos los credos,
abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman idea-
les a sus preocupaciones, sin advertir que son simple rutina embotella-
da, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan el sentido
común desbocado, sin el freno del buen sentido.
Son prosaicos. No tienen afán de perfección: la ausencia de idea-
les impídeles poner en sus actos el grano de sal que poetiza la vida.
Satúrales esa humana tontería que obsesionaba a Flaubert insoporta-
blemente. La ha descrito en muchos personajes, tanta parte tiene en la
vida real. Homais y Gournisieu son sus prototipos; es imposible juzgar
si es más tonto el racionalismo acometivo del boticario librepensador o
la casuística untuosa del eclesiástico profesional. Por eso los hizo feli-
ces, de acuerdo con su doctrina: "Ser tonto, egoísta, y tener una buena
salud, he ahí las tres condiciones para ser feliz. Pero si os falta la pri-
mera todo está perdido".
Sancho Panza es la encarnación perfecta de esa animalidad hu-
mana: resume en su persona las más conspicuas proporciones de tonte-
ría, egoísmo y salud. En hora para él fatídica llega a maltratar a su
amo, en una escena que simboliza el desbordamiento villano de la
mediocridad sobre el . idealismo. Horroriza pensar que escritores espa-
ñoles, creyendo mitigar con ello los estragos de la quijotería, hanse
tornado apologistas del grosero Panza. oponiendo su bastardo sentido
práctico a los quiméricos ensueños del caballero; hubo quien lo encon-
tró cordial, fiel, crédulo, iluso, en grado que¡ lo hiciera un símbolo
ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir que el uno tiene ideales y el
otro apetitos, el uno dignidad y el otro servilismo, el uno fe y el otro
credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y el otro absurdas
creencias imitadas de la ajena? A todos respondió con honda emoción
el autor de la Vida de Don Quijote y Sancho, donde el conflicto espi-
ritual entre el señor y el lacayo se resuelve en la evocación de las pala-
54
bras memorables pronunciadas por el primero: "asno eres y asno has de
ser y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida"; dicen
los biógrafos que Sancho lloró, hasta convencerse de que para serlo
faltábale solamente la cola. El símbolo es cristiano. La moraleja no lo
es menor: frente a cada forjador de ideales se alinean impávidos mil
Sanchos, como si para contener el advenimiento de la verdad hubieran
de complotarse todas las huestes de la estulticia.
El resol de la originalidad ciega al hombre rutinario. Huye de los
pensadores alados, albino ante su luminosa reverberación. Teme em-
briagarse con el perfume de su estilo. Si estuviese en su poder los pros-
cribiría en masa, restaurando la Inquisición o el Terror: aspectos
equivalentes de un mismo celo dogmatista.
Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los conde-
na a serlo. Defienden lo anacrónico y lo absurdo; no permiten que sus
opiniones sufran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que
busca una verdad o persigue un ideal; los negros queman a Bruno y
Servet, los rojos decapitan a Lavoisier y Chenier. Ignoran la sentencia
de Shakespeare: "El hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que
la enciende". La tolerancia de los ideales ajenos es virtud suprema en


 

 
 

Copyright (C) 1996- 2000 Escolar.com, All Rights Reserved. This web site or any pages within may not be reporoduced without express written permission