Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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ilusión sería la de quien pretendiera buscar allí el hipotético arquetipo
de la humanidad, el Hombre normal que buscara ya Aristóteles; siglos
más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu
de Pascal. Medianía, en efecto, no es sinónimo de normalidad. El hom-
bre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las
especies vivientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desi-
gualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hom-
bre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo
sería hoy, ni en el porvenir.
Morel se equivocaba, por olvidar eso, al concebirlo como un
ejemplar de la "edición princeps" de la Humanidad, lanzada a la circu-
lación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa definía la
degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica
del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primiti-
vo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólo-
gos contemporáneos. El hombre -decimos ahora- es un animal que
evoluciona en las más recientes edades geológicas del planeta; no fue
perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver a las formas
ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así,
renovaríamos las divertidísimas leyendas del ángel caído, del árbol del
bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por
Adán y del paraíso perdido...
Quételet pretendió formular una doctrina antropológica o social
acerca del Hombre medio: su ensayo es una inquisición estadística
complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat virtus.
No incurriremos en el yerro de admitir que los hombres mediocres
pueden reconocerse por atributos físicos o morales que representen un
término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido
sería un producto abstracto, sin corresponder a ningún individuo de
existencia real.
El concepto de la normalidad humana sólo podría ser relativo a
determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor "marcan
el paso", los que se alinean con más exactitud en las filas de un con-
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vencionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinó-
nimo .de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado; la pasivi-
dad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino
su ausencia. ¿Cómo confundir a los grandes equilibrados, a Leonardo y
a Goethe, con los amorfos? El equilibrio entre dos platillos cargados no
puede compararse con la quietud de una balanza vacía. El hombre sin
personalidad no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la
idolatría de los héroes y los hombres representativos, a la manera de
Carlyle o Émerson, más los hay en repetir esas fábulas que permitirían
mirar como una aberración toda excelencia del carácter, de la virtud y
del intelecto. Bovio ha señalado este grave yerro, pintando al hombre
medio con rasgos psicológicos precisos: "Es dócil, acomodaticio a
todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas las tempera-
turas de un día variable, avisado para los negocios, resistente a las
combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esfera y
ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre,
en seguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las
fuerzas del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el
prejuicio más grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio
desequilibrado".
En sus más indulgentes comentaristas, ese pretendido equilibrio
se establece entre cualidades poco dignas de admiración, cuya resul-
tante provoca más lástima que envidia. Alguna vez recibió Lombroso
un telegrama decididamente norteamericano. Era, en efecto, de un gran
diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráfica a la pregunta pre-
sentada con la sugerente recomendación de un cheque: "¿Cuál es el
hombre normal?" La respuesta desconcertó, sin duda, a los lectores.
Lejos de alabar sus virtudes, trazaba un cuadro de caracteres negativos
y estériles: "Buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, aferrado a sus
costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal
doméstico". O, en más breves palabras, (ruges consumere natus, que
dijo el poeta latino.
Con ligeras variantes, esa definición evoca la del Filisteo: "Pro-
ducto de la costumbre, desprovisto de fantasía, ornado por todas las
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virtudes de la mediocridad, llevando una vida honesta gracias a la
moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelec-
tuales, sobrellevando con paciencia conmovedora todo el fardo de
prejuicios que heredó de sus antepasados". En estas líneas refléjanse
las invectivas, ya clásicas, de Heine contra la mentalidad que él creía


 

 
 

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