medida
social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad
es el
privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas
se mide.
El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero
que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor
efímero que puede satisfacer los apetitos del que no lleva en sí
mismo,
en sus virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califi-
can la vida; la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de
hombría puesta en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender,
para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de
humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza
y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de
elevación hacia ideales definidos.
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Muchos nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son
innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en
el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadricula-
da los constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta;
su existencia es negativa como unidades sociales.
El hombre de fino carácter es capaz de mostrar encrespamientos
sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados todo
parece quieta superficie, como en las ciénagas. La falta de personalidad
hace, a éstos, incapaces de iniciativa y de resistencia. Desfilan inad-
vertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedio su insipidez, ve-
getando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda
que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral
háceles ceder a la más leve presión, sufrir todas las influencias,
altas y
bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados a la altura por
el más leve céfiro o revolcados por la ola menuda de un arroyuelo.
Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia
ruta: ignoran si irán a varar en una playa arenosa o a quedarse estrella-
dos contra un escollo.
Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que
se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple
hecho
de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud,
cierto talento o un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envane-
cen de su testarudez. confundiendo la parálisis con la firmeza, que es
don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desver-
güenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapoco
pavonéanse de honestas, como si la incapacidad del mal pudiera en
caso alguno confundirse con la virtud.
Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los
hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los
que se
caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y
muy suya. Ninguno advierte que la sociedad le ha sometido a esa ope-
ración aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a
un de-
nominador común: la mediocridad.
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Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perfección, ciegos a los
astros. Existe una vastísima bibliografía acerca de los inferiores
e insu-
ficientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota;
hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el ta-
lento, amén de que la historia y el arte convergen a mantener su culto.
Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el
idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a milla-
res, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el
mediocre.
Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como a
los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la Lección
de
anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas
mis-
mas de la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena
al decir su verdad a cuantos le rodean.
¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa
de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué
piensa, para
qué sirve?
Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología
y de la
moral.
III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE
Con diversas denominaciones, y desde puntos de vista heterogé-
neos, se ha intentado algunas veces definir al hombre sin personalidad.
La filosofía, la estadística, la antropología, la psicología.
la estética y la
moral han contribuido a la determinación de tipos más o menos
exac-
tos; no se ha advertido, sin embargo, el valor esencialmente social de la
mediocridad. El hombre mediocre -como, en general, la personalidad
humana- sólo puede definirse en relación a la sociedad en que
vive, y
por su función social.
Si pudiéramos medir los valores individuales, graduarían-, se
ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto. Entre los tipos extremos y
escasos, observaríamos una masa abundante de sujetos, más o menos
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equivalentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana
