unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por infe-
rioridades o excelencias.
Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte
los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco
interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada
firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los
moralis-
tas; individualmente no merecen el desprecio, que fustiga a los perver-
sos, ni la apología, reservada a los virtuosos.
Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que
ofrece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana
ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia.
No diremos, por eso, que siempre es loable. Horacio no dijo au-
rea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los
incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras.
Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la inde-
pendencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un
vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando
áurea a esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo,
su sen-
tencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: "Un media-
no bienestar tranquilo es preferible a la opulencia llena de
preocupaciones".
Inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter
es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de
Horacio: en versos memorables (Ad Pis., 472) menospreció a los poe-
tas mediocres:
Mediocribus esse poetis
Non di, non homines, non concessere columnae.
Y es lícito extender su dicterio a cuantos hombres lo son de espí-
ritu. ¿Por qué subvertiríamos el sentido de aurea mediocritas
clásico?
¿Por qué suprimir desniveles entre los hombres y las sombras,
como si
rebajando un poco a los excelentes y puliendo un poco a los bastos se
atenuaran las desigualdades creadas por la naturaleza?
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No concebimos el perfeccionamiento social como un producto de
la uniformidad de todos los individuos, sino como la combinación
armónica de originalidades incesantemente multiplicadas, Todos los
enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso; es natural,
por ende, que consideren la originalidad como un defecto imperdona-
ble.
Los que tal sentencian inclínanse a confundir el sentido común
con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los
vo-
cablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Afirmemos
que son antagonistas. El sentido común es colectivo, eminentemente
retrógrado y dogmatista; el buen sentido es individual, siempre inno-
vador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la
servidumbre y la aristocracia naturales. De esa insalvable heterogenei-
dad nace la intolerancia de los rutinarios frente a cualquier destello
original; estrechan sus filas para defenderse, como si fueran crímenes
las diferencias. Esos desniveles son un postulado fundamental de la
psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y
deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre
tan
desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano.
II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD
Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse co-
mo una ausencia de características personales que permitan distinguir
al individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de
rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para
que ellos coincidan en lo impersonal: "Juntad mil genios en un Conci-
lio y tendréis el alma de un mediocre". Esas palabras denuncian
lo que
en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se
revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.
La personalidad individual comienza en el punto preciso donde
cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es
simplemente imaginario. Por ese motivo, al clasificar los caracteres
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humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen
de rasgos característicos: productos adventicios del medio, de las cir-
cunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que
los tutelan, de las cosas que los rodean. "Indiferentes" ha llamado
Ri-
bot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad pien-
sa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas
ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda
reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la
vida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión tras-
cendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente
como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino
cuando la en noblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes
a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas
no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el
que deja
rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que
de
ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que
cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas
de-
nuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La
