cuerpo agitase en contorsiones de reptil bajo sus pies alados. Cuando
los temperamentos idealistas se detienen ante el prodigio de Benvenu-
to, anímase el metal, revive su fisonomía, sus labios parecen
articular
palabras perceptibles.
Y dice a los jóvenes que toda brega por un Ideal es santa, aunque
sea ilusorio el resultado; que es loable seguir su temperamento y pensar
con el corazón, si ello contribuirá a crear una personalidad firme;
que
todo germen de romanticismo debe alentarse, para enguirnaldar de
aurora la única primavera que no vuelve jamás.
Y a los maduros, cuyas primeras canas salpican de otoño sus más
vehementes quimeras, instígalos a custodiar sus ideales bajo el palio
de
la más severa dignidad, frente a las tentaciones que conspiran para
encenagarlos en la Estigia donde se abisman los mediocres.
Y en el gesto del bronce parece que el Idealismo decapitara a la
Mediocridad, entregando su cabeza al juicio de los siglos.
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CAPÍTULO I
EL HOMBRE MEDIOCRE
Cacciarli i ciel per non esser men belli,
Né lo profondo Inferno li riceve...
DANTE, Inferno, Canto III.
EL HOMBRE MEDIOCRE
I ¿"Áurea Mediocritas"? - II. Los hombres sin personalidad.
III. En torno del hombre mediocre. - IV. Concepto social de la medio-
cridad. - V. El espíritu conservador. - VI. Peligros sociales de la me-
diocridad. - VII. La vulgaridad.
I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?
Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la natu-
raleza que le envuelve. La penumbra se espesa, el color de las cosas se
uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad
crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétase
el rebaño para echarse a dormir, la remota campana tañe su aviso
ves-
peral. La impalpable claridad lunar se emblanquece al caer sobre las
cosas; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y
un
lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de
misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al
borde del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado en vano a
meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración pri-
mitiva es simple estupor:. La poesía natural que le rodea, al reflejarse
en su imaginación, no se convierte en poema. Él es, apenas, un
objeto
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en el cuadro, una pincelada; un accidente en la penumbra. Para él todas
las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde
la tierra que
pisa hasta el rebaño que apacienta.
La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de ese in-
genuo pastor; no entendería el idioma de quien le explicara algún
mis-
terio del universo o de la vida, la evolución eterna de todo lo conocido,
la posibilidad de perfeccionamiento humano en la continua adaptación
del hombre a la naturaleza. Para concebir una perfección se requiere
cierto nivel ético y es indispensable alguna educación intelectual.
Sin
ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales, jamás.
Los que viven debajo de ese nivel y no adquieren esa educación
permanecen sujetos a dogmas que otros les imponen, esclavos de fór-
mulas paralizadas por la herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus pre-
juicios parécenles eternamente invariables; su obtusa imaginación
no
concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su
experiencia constituye el límite forzoso de su mente No pueden for-
marse un ideal. Encontraran en los ajeno: una chispa capaz de encender
sus pasiones; serán sectarios pueden serlo. Y no advertirán siquiera
la
ironía de cuanto les invitan a arrebañarse en nombre de ideales
que
pueden servir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedum-
bres, sólo es pensado por pocos visionarios que sor sus amos.
La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plu-
tarco escribió, ha siglos, que "los animales de una misma especie
difie-
ren menos entre si que unos hombres de otros" (Obras morales, vol. 3).
Montaigne suscribió esa opinión: "Hay más distancia
entre tal y tal
hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más exce-
lente animal está más próximo del hombre menos inteligente,
que este
último de otro hombre grande y excelente" (Ensayos, vol. I, cap.
XLII).
No pretenden decir más los que siguen afirmando la desigualdad hu-
mana: ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutar-
co o de Montaigne.
Hay hombres mentalmente inferiores al término -asedio de su ra-
za, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre
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