corriente entre sus compatriotas. Por su parte, Schopenhauer, en sus
Aforismos, definió el perfecto filisteo como un ser que se deja engañar
por las apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales:
constantemente ocupado de someterse a las farsas mundanas.
A esas definiciones del hombre medio pueden aproximarse otras
de carácter intelectual o estético, no exentas de interés,
aunque unilate-
rales. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para
ejercitar las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería
la incli-
nación a pensar a ras de tierra. Mediocre correspondería a Burgués,
por
contraposición a Artista. Flaubert lo definió como "un hombre
que
piensa bajamente". Juzgado con ese criterio, le parece detestable.
Tal resulta en la magnífica silueta de Hello, traspapelado prosista
católico que nos enseñó a admirar Rubén Darío.
Distingue al mediocre
del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa
el otro;
el mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que
en filosofía, en
política o en literatura, se llama un ecléctico, un justo medio?
De nin-
guna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención
de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por
naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En
todo
minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre
me-
diocre. Su rasgo característico, absolutamente inequívoco, es
su defe-
rencia por la opinión de los demás. No habla nunca; repite siempre.
Juzga a los hombres como los oye juzgar. Reverenciará a su más
cruel
adversario, si éste se encumbra; desdeñará a su mejor amigo
si nadie lo
elogia. Su criterio carece de iniciativas. Sus admiraciones son pruden-
tes. Sus entusiasmos son oficiales. Esa definición descriptiva -análoga
a las que repitiera Barbey D'Aurevilly-, posee muy sugestiva elocuen-
cia, aunque parte de premisas estéticas para llegar a conclusiones mo-
rales.
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El "hombre normal" de Bovio y Lombroso, corresponde al "filis-
teo" de Heine y de Schopenhauer, aproximándose ambos al "burgués"
antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es recono-
cerlo, tales definiciones son inseguras desde el punto de vista de la
psicología social; conviene buscar una más exacta e inequívoca,
abor-
dando el problema por otros caminos.
IV. CONCEPTO SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD
Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero no
podría afirmarse que son mediocres, a carta cabal, los que no descue-
llan en ninguna. Desfilan ante nosotros como simples ejemplares de
historia natural, con tanto derecho como los genios y los imbéciles.
Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá, después, si la
mediocri-
dad es buena o mala; al psicólogo, por ahora, le es indiferente; observa
los caracteres en el medio social en que viven, los describe, los compa-
ra y los clasifica de igual manera que otras naturalistas observan fósiles
en un lecho de río o mariposas en la corola de una flor.
No obstante las infinitas diferencias individuales, existen grupos
de hombres que pueden englobarse dentro de tipos comunes; tales
clasificaciones, simplemente aproximativas, constituyen la ciencia de
los caracteres humanos, la Etología, que reconoce en Teofrasto su
legítimo progenitor. Los antiguos fundábanla sobre los temperamentos;
los modernos buscan sus bases en la preponderancia de ciertas funcio-
nes psicológicas. Esas clasificaciones, admisibles desde algún
punto de
vista especial, son insuficientes para el nuestro.
Si observamos cualquier sociedad humana, el valor de sus com-
ponentes resulta siempre relativo al conjunto: el hombre es un valor
social.
Cada individuo es el producto de dos factores: la herencia y la
educación. La primera tiende a proveerle de los órganos y las
funcio-
nes mentales que le transmiten las generaciones precedentes; la segun-
da es el resultado de las múltiples influencias del medio social en que
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el individuo está obligado a vivir. Esta acción educativa es,
por consi-
guiente, una adaptación de las tendencias hereditarias a la mentalidad
colectiva: una continua aclimatación del individuo en la sociedad.
El niño desarróllase como un animal de la especie humana, hasta
que empieza a distinguir las cosas inertes de los seres vivos y a recono-
cer entre éstos a sus semejantes. Los comienzos de su educación
son,
entonces, dirigidos por las personas que le rodean, tornándose cada vez
más decisiva la influencia del medio; desde que ésta predomina,
evolu-
ciona como un miembro de su sociedad y sus hábitos se organizan
mediante la imitación. Más tarde, las variaciones adquiridas en
el curso
de su experiencia individual pueden hacer que el hombre se caracterice
como una persona diferenciada dentro de la sociedad en que vive.
La imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusivo,
en la
