Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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clasici-
dad proviene de una selección natural entre ideales que fueron en su
tiempo románticos y que han sobrevivido a través de los siglos. Pocos soñadores encuentran tal clima y tal ocasión que les en-
cumbren a la genialidad. Los más resultan exóticos e inoportunos; los
sucesos cuyo determinismo no pueden modificar, esteriliza sus esfuer-
zos. De ahí cierta aquiescencia a las cosas que no dependen del propio
mérito, la tolerancia de toda indesvariable fatalidad. Al sentir la coer-
ción exterior no se rebajan ni contaminan: se apartan, se refugian en sí
mismos para encumbrarse en la orilla desde donde miran el fangoso
arroyo que corre murmurando, sin que en su murmullo se oiga un grito.
Son los jueces de su época: ven de dónde viene y cómo corre el turbión
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encenagado. Descubren a los omisos que se dejan opacar por el limo, a
los que persiguen esos encumbramientos falaces reñidos con el mérito
y con la justicia.
El idealista estoico mantiénese hostil a su medio, lo mismo que el
romántico. Su actitud es de abierta resistencia a la mediocridad organi-
zada, resignación desdeñosa o renunciamiento altivo, sin compromisos.
Impórtale poco agredir el mal que consienten los otros; más le sirve
estar libre para realizar toda perfección que sólo depende de su propio
esfuerzo. Adquiere una "sensibilidad individualista" que no es egoísmo
vulgar ni desinterés por los ideales que agitan a la sociedad en que
vive. Son notorias las diferencias entre el individualismo doctrinario y
el sentimiento individualista; el uno es teoría y el otro es actitud. En
Spencer, la doctrina individualista se acompaña de sensibilidad social;
en Bakunin, la doctrina social coexiste con una sensibilidad individua-
lista. Es cuestión de temperamento y no de ideas; aquél es la base del
carácter. Todo individualismo, como actitud, es una revuelta contra los
dogmas y los valores falsos respetados en las mediocracias; revela
energías anhelosas de esparcirse, contenidas por mil obstáculos
opuestos por el espíritu gregario. El temperamento individualista llega
a negar el principio de autoridad, se substrae a los prejuicios, desacata
cualquiera imposición, desdeña las jerarquías independientes del mé-
rito. Los partidos, sectas y facciones le son indiferentes por igual,
mientras no descubre en ellos ideales consonantes con los suyos pro-
pios. Cree más en las virtudes firmes de los hombres que en la mentira
escrita de los principios teóricos; mientras no se reflejan en las cos-
tumbres las mejores leyes de papel no modifican la tontería de quienes
las admiran ni el sufrimiento de quienes las aguantan. La ética del idealista estoico difiere radicalmente de esos indivi-
dualismos sórdidos que reclutan las simpatías de los egoístas. Dos
morales esencialmente distintas pueden nacer de la estimación de sí
mismo. El digno elige la elevada, la de Zenón o la de Epicuro; el me-
diocre opta siempre por la inferior y se encuentra con Aristipo. Aquél
se refugia en sí para acrisolarse; éste se ausenta de los demás para
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zambullirse en la sombra. El individualismo es noble si un ideal lo
alienta y lo eleva; sin ideal, es una caída a más bajo nivel que la me-
diocridad misma.
En la Cirenaica griega, cuatro siglos antes del evo cristiano, Aris-
tipo anunció que la única regla de la vida era el placer máximo, busca-
do por todos los medios, como si la naturaleza dictara al hombre el
hartazgo de los sentidos y la ausencia de ideal. La sensualidad erigida
en sistema, llevaba al placer tumultuoso, sin seleccionarlo. Llegaron
los cirenaicos a despreciar la vida misma; sus últimos pregoneros en-
comiaron el suicidio. Tal ética, practicada instintivamente por los es-
cépticos y los depravados de todos los tiempos, no fue lealmente
erigida en sistema después de entonces. El placer -como simple sen-
sualidad cuantitativa- es absurdo e imprevisor; no puede sustentar una
moral. Sería erigir a los sentidos en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la
felicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente
y cualitativo, que elija y calcule, reemplazaría a los apetitos ciegos. En
vez del placer basto tendríase el deleite refinado, que prevé, coordina,
prepara, goza antes e infinitamente más, pues la inteligencia gusta de
centuplicar los goces futuros con sabias alquimias de preparación. Los
epicúreos se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo refugiaba la dicha en
los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra a la mente, la ideali-
za por la imaginación. Para aquél valen todos los placeres y se buscan
de cualquier manera, desatados sin freno; para éste, deben ser elegidos
y dignificados por un sello de armonía. La originaria moral de Epicuro
es toda refinamiento: su creador vivió una vida honorable y pura. Su
ley fue buscar la dicha y huir del dolor, prefiriendo las cosas que dejan
un saldo a favor de la primera. Esa aritmética de las emociones no es
incompatible con la dignidad, el ingenio y la virtud, que son perfeccio-
nes ideales; permite cultivarlas, si en ellas puede encontrarse una
fuente de placer.
Es en otra moral helénica, sin embargo, donde encuentra sus mol-
des perfectos el idealismo experimental. Zenón dio ala humanidad una
suprema doctrina de virtud heroica. La dignidad se identifica con el
ideal; no conoce la historia más bellos ejemplos de conducta. Séneca,


 

 
 

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