Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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El hombre incapaz de alentar nobles pasiones esquiva el amor
como si fuera un abismo; ignora que él acrisola todas las virtudes y es
el más eficaz de los moralistas. Vive y muere sin haber aprendido a
amar. Caricaturiza a este sentimiento guiándose por las sugestiones de
sórdidas conveniencias. Los demás le eligen primero las queridas y le
imponen después la esposa. Poco le importa la fidelidad de las prime-
ras, mientras le sirvan de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si
es un escalón en su mundo. Musset le parece poco serio y encuentra
infernal a Byron; habría quemado a Jorge Sand y la misma Teresa de
Avila resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que
Cristo pudo amar a la pecadora de Magdala. Cree firmemente que
Werther, Joselyn, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados
por la imaginación de artistas enfermos. Aborrece la pasión honda y
sentida, detesta los) manticismos sentimentales. Prefiere la compra
tranquila a la conquista comprometedora. Ignora las supremas virtudes
del amor, que es ensueño, anhelo, peligro, toda la imaginación conver-
giendo al embellecimiento del instinto, y no simple vértigo brutal de
los sentidos. En las eras de rebajamiento, cuando está en su apogeo la medio-
cridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea
cual fuere el régimen dominante. Algunas veces, en nombre del ro-
manticismo político, agitan un ideal democrático y humano. Su amor a
todos los que sufren es justo encono contra los que oprimen su propia
individualidad. Diríase que llegan hasta amar a las víctimas para pro-
testar contra el verdugo indigno; pero siempre quedan fuera de toda
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hueste, sabiendo que en ella puede incubarse una coyunda para el por-
venir.
En todo lo perfectible cabe un romanticismo; su orientación varía
con los tiempos y con las inclinaciones. Hay épocas en que más flore-
ce, como en las horas de reacción que siguieron al sacudimiento liber-
tario de la revolución francesa. Algunos románticos se creen
providenciales y su imaginación se revela por un misticismo construc-
tivo, como en Fourier y Lamennais, precedidos por Rousseau, que fue
un Marx calvinista, y seguidos por Marx, que fue un Rousseau judío.
En otros, el lirismo tiende, como en Byron y Ruskin, a convertirse en
religión estática. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla en
tono profético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En
Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los
desdeña amargamente. Se duele en Musset y desespera en Amiel. Fus-
tiga a la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurevilly. Y en otros
conviértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domesti-
ca al individuo, como en Émerson, Stirner, Guyau, lbsen o Nietzsche.
V. EL IDEALISMO ESTOICO Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella
enfrena muchas impetuosidades falaces y da a los ideales más sólida
firmeza. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan.
Su afán de perfección tórnase más centrípeto y digno, busca los cami-
nos propicios, aprende a salvar las asechanzas que la mediocridad le
tiende. Cuando la fuerza de las cosas se sobrepone a su personal in-
quietud y los dogmatismos sociales cohiben sus esfuerzos por endere-
zarlos, su idealismo tórnase experimental. No puede doblar la realidad
a sus ideales, pero los defiende de ella, procurando salvarlos de toda
mengua o envilecimiento. Lo que antes se proyectaba hacia afuera,
polarizase en el propio esfuerzo, se interioriza. "Una gran vida -
escribió Vigny- es un ideal de la juventud realizado en la edad madu-
ra". Es inherente a la primera ilusión de imponer sus ensueños, rom-
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piendo las barreras que les opone la realidad; cuando la experiencia
advierte que la mole no cae, el idealista atrincherándose en virtudes
intrínsecas, custodiando sus ideales, realizándolos en alguna medida,
sin que la solidaridad pueda conducirle nunca a torpes complicidades.
El idealismo sentimental y romántico se transforma en idealismo expe-
rimental y estoico; la experiencia regula la imaginación haciéndolo
ponderado y reflexivo. La serena armonía clásica reemplaza a la pujan-
za impetuosa: el Idealismo dionisiaco se convierte en Idealismo apolí-
neo.
Es natural que así sea. Los romanticismos no resisten a la expe-
riencia crítica: si duran hasta pasados los límites de la juventud, su
ardor no equivale a su eficiencia. Fue error de Cervantes la avanzada
edad en que Don Quijote emprende la persecución de su quimera. Es
más lógico Don Juan, casándose a la misma altura en que Cristo mue-
re; los personajes que Mürger creó en la vida bohemia, detiénense en
ese limbo de la madurez. No puede ser de otra manera. La acumulación
de los contrastes acaba por coordinar la imaginación, orientándola sin
rebajarla.
Y si el idealista es una mente superior, su ideal asume formas de-
finitivas: plasma la Verdad, la Belleza o la Virtud en crisoles más pe-
rennes, tiende a fijarse y durar en obras. El tiempo lo consagra y su
esfuerzo tórnase ejemplar. La posteridad lo juzga clásico. Toda


 

 
 

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