Y el
artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada
por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista
la persi-
gue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo
mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir a su propia Ver-
dad. Siempre.
Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como
pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas,
según predomine en ellos el corazón o el cerebro. El idealismo
senti-
mental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica
y los
ideales viven de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos
afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la
imaginación: los ideales tórnanse reflexivos y serenos. Corresponde
el
uno a la juventud y el otro a la madurez. El primero es adolescente,
crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, resiste, vence.
El idealista perfecto sería romántico a los veinte años
y estoico a
los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el
romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pa-
sión, debe cristalizarse después en suprema dignidad: ésa
es la lógica
de su temperamento.
IV. EL IDEALISMO ROMÁNTICO
Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables.
Sueñan lo más para realizar lo menos; comprenden que todos los
idea-
les contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse:
de
razas o de individuos, nunca se integran como se piensan. En pocas
cosas el hombre puede llegar al Ideal que la imaginación señala:
su
gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado e inalcanzable.
Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de
la cultura
humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar ince-
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santemente después de haber amado, ofreciendo su vida por una caricia
y su genio por un beso. Tonos los románticos parecen preguntarse, con
el poeta: "¿Por qué no es infinito el poder humano, como
el deseo?"
Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la
más imperceptible titilación del mundo que la solicita. Su sensibilidad
es aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nervios hubieran cen-
tuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino
de las nativas inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquel subraya-
do por el latir más intenso de su corazón. Son dionisiacos. Sus
aspira-
ciones se traducen por esfuerzos activos sobre el medio social o por
una hostilidad contra todo lo que se opene a sus corazonadas y ensue-
ños. Construyen sus ideales sin conceder nada a la realidad, rehusándo-
se al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría.
Son
ingenuos y sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo
y
a la ternura; con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos
ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una vida. Su idea
cristaliza en firmezas inequívocas cuando la realidad los hiere con más
saña.
Todo romántico está por Don Quijote contra Sancho, por Cyrano
contra Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas; por cualquier ideal
contra toda mediocridad. Prefiere la flor al fruto, presintiendo que éste
no podría existir jamás sin aquélla. Los temperamentos
acomodaticios
saben que la vida guiada por el interés brinda provechos materiales;
los
románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño
y la
pasión. Para ellos un beso de tal mujer vale más que cien tesoros
de
Golconda.
Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas "razones
que
la razón ignora", que decía Pascal. En ellas estriba el encanto
irresisti-
ble de los Musset y los Byron: su estuosidad apasionada nos estremece,
ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las venas, hume-
dece los párpados, entrecorta el aliento. Sus heroínas y sus protagonis-
tas pueblan los insomnios juveniles, como si los describieran con una
vara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Safo,
por caso,
la más lírica. Su estilo es de luz y de color, siempre encendido,
ardiente
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a veces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con
esa elocuencia de las voces enronquecidas por un deseo o por un exce-
so, esa "voce calda" que enloquece a las mujeres finas y hace un Don
Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del
amor,
con ellos sueñan todas las Julietas e Isoldas. En vano se confabulan
en
su contra las embozadas hipocresías mundanas; los espíritus zafios
desearían inventar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus
inclinaciones. Como no la poseen, renuncian a seguirlas.