cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la
vista cuando
observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría
nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la
inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la
imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo
es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más
audaces a la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.
La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada
perfección particular; pero siempre llega más allá de donde
habría ido
sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos conviértese en estí-
mulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, de-
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pende de lo mucho que algunos anhelan. La humanidad no poseería sus
bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado
viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores.
En la evolución humana, los ideales mantiénense en equilibrio
inestable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos
de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al
pasado,
aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un
reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso
los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como
la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya
estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los
grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil a sus
quimeras, como es frecuente. No agita a los hombres sin ideales, in-
forme argamasa de humanidad.
Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede
esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo
es
juventud la sana e iluminada, la que mira al frente y no a la espalda;
nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados
por
las supersticiones del pasado: lo que en ellos parece primavera es ti-
bieza otoñal, ilusión de aurora que es ya un apagamiento de crepúscu-
lo. Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo para el
porvenir; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el
apeñuscarse de los años.
Nada cabe esperar de los hombres que entran a la vida sin afie-
brarse por algún ideal; a los que nunca fueron jóvenes, paréceles
desca-
rriado todo ensueño. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud.
Y sin un ideal no se adquiere.
Los idealistas suelen ser esquivos o rebeldes a los dogmatismos
sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje nivelador,
aborrecen toda coacción, sienten el peso de los honores con que se
intenta domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados,
dóciles- maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad.
Las fuerzas conservadoras que componen el subsuelo social pretenden
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amalgamar a los individuos, decapitándolos; detestan las diferencias,
aborrecen las excepciones, anatematizan al que se aparta en busca de
su propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador no teme
sus odios: los desafía, aun sabiéndolos terribles porque son irresponsa-
bles. Por eso todo idealista es una viviente afirmación del individua-
lismo, aunque persiga una quimera social; puede vivir para los demás,
nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a
todos
los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los
tempe-
ramentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida,
como Don Quijote: "yo sé quién soy". Viven animados
de ese afán
afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua
desdicha. En ellos caldean la pasión. que anima su fe; ésta, al
estrellar-
se contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, mi-
santropía: la clásica "torre de marfil" reprochada a
cuantos se erizan al
contacto de los obtusos. Diríase que de ellos dejó escrita una
eterna
imagen Teresa de Ávila: "Gusanos de seda somos, gusanillos que hi-
lamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos ence-
rramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la
mariposa".
Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su
idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el
pensamiento sin calor es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma.
Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para
crear una
partícula de Verdad, de Virtud o de Belleza, se requiere un esfuerzo
original y violento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una
lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal
es,
instintivamente, extremoso; debe serlo a sabiendas, si es menester,
pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más.
Frente a los hipócritas que mienten con viles objetivos, la exageración
de los idealistas es, apenas, una verdad apasionada. La pasión es su
atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva a la
hipérbole, al error mismo; a la mentira nunca. Ningún ideal es
falso
para quien lo profesa: lo cree verdadero y coopera a su advenimiento,
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con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza
arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles o peligrosos.