a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado
y la tenté
con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos
perecido también
nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de retirar de la
elevada entrada la
piedra que había colocado. Así que llorando esperamos a Eos divina.
Y cuando se mostró
Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender
fuego y a ordeñar
a sus insignes rebaños, todo por orden, y bajo cada una colocó
un recental. Luego que
hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez
y se los preparó como
desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus
gordos rebaños
retirando con facilidad la gran piedra de la entrada. Y la volvió a poner
como si colocara
la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito
sus rebaños
hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho:
¡si pudiera
vengarme y Atenea me concediera esto que la suplico...!
«Y ésta fue la decisión que me pareció mejor. Junto
al establo yacía la enorme clava del
Ciclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera
seca. Al mirarla
la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos
de remeros, de una
nave de transporte amplia, de las que recorren el negro abismo: así era
su longitud, así era
su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una braza,
la coloqué junto a mis
compañeros y les ordené que la afilaran. Éstos la alisaron
y luego me acerqué yo, le
agucé el extremo y después la puse al fuego para endurecerla.
La coloqué bien
cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en abundancia
por la cueva. Después
ordené que sortearan quién se atrevería a levantar la estaca
conmigo y a retorcerla en su
ojo cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro,
a los que yo mismo
habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.
Llegó el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados de hermosos
vellones e
introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no dejó
nada fuera del
profundo establo, ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo
aconsejó. Después
colocó la gran piedra que hacía de puerta, levantándola
muy alta, y se sentó a ordeñar las
ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó
un recental. Luego
que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a La vez
y se los preparó como
cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre
mis manos una copa de
negro vino:
«"¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que
has comido carne humana, para que veas qué
bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación,
por si te compadescas de mí
y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable.
¡Cruel¡, ¿cómo va a
llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues no has obrado
como lo
corresponde."
«Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó
terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me
pidió por segunda vez:
«"Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que
te ofrezca el don de
hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de
vida, la Tierra,
produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se
las hace crecer.
Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar."
«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres
veces se lo llevé y tres veces bebió
sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente
del Cíclope, me dirigí a
él con dulces palabras:
«"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre?
Te to voy a decir, mas dame tú el don de
hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi
madre
y mi padre y todos mis compañeros."
«Así hablé, y él me contestó con corazón
cruel:
«"A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros,
y a los otros antes. Este será
tu don de hospitalidad."
«Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbadó
con su robusto cuello inclinado
a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba
cargado de
vino.
«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que
se calentara y comencé