«Incluso un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal,
pues no está mezclada entre
la multitud sino mucho más adelante; confía en esta prueba; ninguno
de los feacios la
alcanzará ni sobrepasará.»
Así habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso
porque había visto en la
competición un compañero a su favor. Y entonces habló más
suavemente a los feacios:
«Alcanzad esta señal, jóvenes; en breve lanzaré,
creo yo, otra piedra tan lejos o aún
más. Y aquél entre los demás feacios, salvo Laodamante,
a quien su corazón y su ánimo
le impulse, que venga acá, que haga la prueba -puesto que me habéis
irritado en exceso-
en el pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego. Pues Laodamante
es mi
huésped: ¿Quién lucharía con el que lo honra como
huésped? Es hombre loco y de poco
precio el que propone rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad en
tierra
extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás
no rechazo a ninguno ni
lo desprecio, sino que quiero verlo y ejecutar las pruebas frente a él.
Que no soy malo en
todas las competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé muy bien tender
el arco bien
pulimentado; sería el primero en tocar a un hombre enviando mi dardo
entre una multitud
de enemigos aunque lo rodearan muchos compañeros y lanzaran flechas contra
los
hombres. Sólo Filoctetes me superaba en el arco en el pueblo de los troyanos
cuando
disparábamos los aqueos. De los demás os aseguro que yo soy el
mejor con mucho, de
cuantos mortales hay sobre la tierra que comen pan. Aunque no pretendo rivalizar
con
hombres antepasados como Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los
inmortales rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito y no
llegó a la vejez en su
palacio, pues Apolo lo mató irritado porque le había desafiado
a tirar con el arco.
«También lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una
flecha. Sólo temo a la
carrera, no sea que uno de los feacios me sobrepase; que fui excesivamente quebrantado
en medio del abundante oleaje, puesto que no había siempre provisiones
en la nave y por
esto mis miembros están flojos.»
Así habló, y todos enmudecieron en silencio. Sólo Alcínoo
contestó y dijo:
«Huésped, puesto que esto que dices entre nosotros no es desagradable,
sino que
quieres mostrar la valía que te acompaña, irritado porque este
hombre se ha acercado a
injuriarte en el certamen -pues no pondría en duda tu valía cualquier
mortal que supiera
en su interior decir cosas apropiadas- . ...Pero, vamos, atiende a mi palabra
para que a tu
vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando comas en tu palacio
junto a tu
esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía: qué obras
nos concede Zeus también a
nosotros continuamente ya desde nuestros antepasados. No somos irreprochables
púgiles
ni luchadores, pero corremos velozmente con los pies y somos los mejores en
la
navegación; continuamente tenemos agradables banquetes y cítara
y bailes y vestidos
mudables y baños calientes y camas.
«Conque, vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los mejores,
danzad; así podrá
también decir el huésped a los suyos cuando regrese a casa cuánto
superamos a los demás
en la náutica y en la carrera y en el baile y en el canto. Que alguien
vaya a llevar a
Demódoco la sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro
palacio.»
Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó
un heraldo para llevar la curvada
cítara de la habitación del rey. También se levantaron
árbitros elegidos, nueve en total
-los que organizaban bien cada cosa en los concursos-, allanaron el piso y ensancharon
la
hermosa pista. Se acercó el heraldo trayendo la sonora cítara
a Demódoco y éste
enseguida salió al centro. A su alrededor se colocaron unos jóvenes
adolescentes
conocedores de la danza y batían la divina pista con los pies. Odiseo
contemplaba el
brillo de sus pies y quedó admirado en su ánimo.
Y Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió
a cantar bellamente sobre los
amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo se unieron por
primera vez a
ocultas en el palacio de Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró
el lecho y la
cama de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios, que los
había visto
unirse en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en camino
hacia su fragua