Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme yunque y se puso a forjar
unos hilos irrompibles, indisolubles, para que se quedaran allí firmemente.
Y cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se puso en camino hacia su
dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los hilos en círculo por todas partes en torno
a las patas de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo, como
suaves hilos de araña, hilos que no podría ver nadie, ni siquiera los dioses felices, pues
estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa estuvo extendida al-
rededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edificada ciudad, la que le era más
querida de todas las tierras.
Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues vio marcharse lejos a
Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto
deseando el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estabá ella sentada, recién
venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró en el palacio y la tomó
de la mano y la llamó por su nombre:
«Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues Hefesto ya no está entre
nosotros, sino que se ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.»
Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos marcharon a la cama y se
acostaron. A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no les
era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta que no había
escape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies, pues había vuelto
antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia y le dio la noticia y se
puso en camino hacia su palacio, acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico y una
rabia salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente haciéndose oír de todos los dioses:
«Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, venid aquí para que veáis un
acto ridículo y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente
porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él es hermoso y con
los dos pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable, sino mis dos
padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen estos dos en amor;
se han metido en mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno de dolor, pues nunca
esperé ni por un instante que iban a dormir así por mucho que se amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi trampa y las ligaduras hasta que mi
padre me devuelva todos mis regalos de esponsales, cuantos le entregué por la muchacha
de cara de perra. Porque su hija era bella, pero incapaz de contener sus deseos.»
Así habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de piso de bronce. Llegó
Poseidón, el que conduce su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el
soberano que dispara desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se quedaban por
vergüenza en casa cada una de ellas.
Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de bienes, y se les levantó
inextinguible la risa al ver las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que
tenía más cerca:
«No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así, ahora, Hefesto, que es
lento, ha cogido con sus artes a Ares, aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el
Olimpo, cojo como es. Y debe la multa por adulterio.»
Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes:
«Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría dormir en la cama
junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes ligaduras?»
Y le contestó el mensajero el Argifonte:
«¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo! ¡Que me sujetaran
interminables ligaduras tres veces más que ésas y que vosotros me mirarais, los dioses y
todas las diosas!»
Así dijo y se les levantó la risa a los inmortales dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la
risa y no dejaba de rogar a Hefesto, al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y
le dirigió aladas palabras:
«Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo que es justo entre los
inmortales dioses.»
Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:
«No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me ordenes


 

 
 

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