la divina nube.
Quedaron todos en silencio al ver a un hombre en el palacio y se llenaron de
asombro al
contemplarle. Y Odiseo suplicaba de esta guisa:
«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a tu
esposo, a tus
rodillas y ante éstos tus invitados, después de sufrir muchas
desventuras. ¡Ojalá los dioses
concedan a éstos vivir en la abundancia; que cada uno pueda legar a sus
hijos los bienes
de su hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto
a mí,
proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace
tiempo que
padezco pesares lejos de los míos.»
Así diciendo se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar.
Todos ellos
permanecían inmóviles en silencio. Al fin tomó la palabra
un anciano héroe, Equeneo,
que era el más anciano entre los feacios y sobresalía por su palabra,
pues era conocedor
de muchas y antiguas cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de
amistad:
«Alcínoo, no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped
permanezca sentado en el
suelo entre las cenizas del hogar. Estos permanecen callados esperando únicamente
tu
palabra. Anda, haz que se levante y siéntalo en un trono de clavos de
plata. Ordena
también a los heraldos que mezclen vino para que hagamos libaciones a
Zeus, el que goza
con el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes. En fin, que el ama
de llaves
proporcione al forastero alguna vianda de las que hay dentro.»
Cuando hubo escuchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo asiendo de la
mano a
Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo hizo levantar del hogar y lo
asentó en su brillante
trono, después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laodamante,
que solía sentarse a
su lado y al que sobre todos quería. Una sirvienta trajo aguamanos en
hermoso jarro de
oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se lavara. A su lado
extendió una
pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le proporcionó pan y le
dejó allí toda clase
de manjares, favoreciéndole gustosa entre los presentes. En tanto que
comía y bebía el
sufridor, divino Odiseo, la fuerza de Alcínoo dijo a un heraldo:
«Pontónoo, mezcla vino en la crátera y repártelo
a todos en la casa para que ofrezcamos
libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste siempre a los venerables
suplicantes.»
Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió
entre todos, haciendo una primera
ofrenda, por orden, en las copas. Una vez que hicieron las libaciones y bebieron
cuanto
quiso su ánimo, habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Escuchadme, jefes y señores de los feacios, para que os diga lo
que mi corazón me
ordena en el pecho. Dad ahora fin al banquete y marchad a acostaros a vuestra
casa. Y a
la aurora, después de convocar al mayor número de ancianos, ofreceremos
hospitalidad al
forastero, haremos hermosos sacrificios a los dioses y después trataremos
de su escolta
para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni esfuerzo con nuestra
escolta - la
que recibirá contento- por muy lejana que sea, y para que no sufra ningún
daño antes de
desembarcar en su tierra. Una vez allí sufrirá cuantas desventuras
le tejieron con el hilo
en su nacimiento, cuando lo parió su madre, la Aisa y las graves Hilanderas.
Pero si fuera
uno de los inmortales que ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan
los
dioses, pues hasta ahora siempre se nos han mostrado a las claras, cuando les
ofrecemos
magníficas hecatombes y participan con nosotros del banquete sentados
allí donde nos
sentamos nosotros. Y si algún caminante solitario se topa con ellos,
no se le ocultan, y es
que somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la salvaje raza
de los Gigantes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Alcínoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada
me asemejo a los
inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente ni en porte, sino a los
mortales
hombres; quien vosotros sepáis que ha soportado más desventuras
entre los hombres
mortales, a éste podría yo igualarme en pesares. Y todavía
podría contar desgracias
mucho mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero
dejadme cenar,
por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más inoportuna
que el maldito
estómago que nos incita por fuerza a acordarnos de él, y aun al
que está muy afligido y
con un gran pesar en las mientes, como yo ahora tengo el mío, lo fuerza