Nausítoo, que reinó entre los feacios.
Nausítoo fue el padre de Rexenor y Alcínoo. A aquél lo
alcanzó Apolo, el del arco de
plata, recién casado y sin hijos varones y en la casa dejó a una
niña sola, a Arete, a la que
Alcínoo hizo su ésposa y honró como jamás ninguna
otra ha sido honrada de cuantas
mujeres gobiernan una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada
en su
corazón y lo sigue siendo por sus hijos y el mismo Alcínoo y por
su pueblo que la
contempla como a una diosa, y la saludan con agradables palabras cuando pasea
por la
ciudad, que no carece tampoco ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso
a los
hombres por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos
puedes
tener la esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo y a
tu tierra patria.»
Cuando hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes, por
el estéril ponto y
abandonó la agradable Esqueria. Llegó así a Maratón
y a Atenas, de anchas calles, y
penetró en la sólida morada de Erecteo.
Entretanto, Odiseo caminaba hacia la famosa morada de Alcínoo, y su corazón
removía
diversos pensamientos cuando se detuvo antes de alcanzar el broncíneo
umbral. Pues hay
un resplandor como de sol o de luna en el elevado palacio del magnánimo
Alcínoo; a
ambos lados se extienden muros de bronce desde el umbral hasta el fondo y en
su torno
un azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida estancia;
las jambas sobre el
umbral son de plata y de plata el dintel, y el tirador, de oro. A uno y otro
lado de la puerta
había perros de oro y plata que había esculpido Hefesto con la
habilidad de su mente para
custodiar la morada del magnánimo Alcínoo perros que son inmortales
y no envejecen
nunca. A lo largo de la pared y a ambos lados, desde el umbral hasta el fondo,
había
tronos cubiertos por ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En
ellos se sentaban los
señores feacios mientras bebían y comían; y los ocupaban
constantemente. Había también
unos jovenes de oro en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando
en sus
manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos del
palacio.
Tiene cincuenta esclavas en su mansión: unas muelen el dorado fruto,
otras tejen telas y
sentadas hacen funcionar los husos, semejantes a las hojas de un esbelto álamo
negro, y
del lino tejido gotea el húmedo aceite. Tanto como los feacios son más
expertos que los
demás hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto, así
son sus mujeres en el telar.
Pues Atenea les ha concedido en grado sumo el saber realizar brillantes labores
y buena
cabeza.
Fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas
y alrededor
se extiende un cerco a ambos lados. Allí han nacido y florecen árboles:
perales y
granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y verdes olivos;
de ellos no se
pierde el fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes. Siempre
que sopla
Céfiro, unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre la pera, la
manzana sobre la
manzana, la uva sobre la uva y también el higo sobre el higo. Allí
tiene plantada una viña
muy fructífera, en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado,
otras las vendimian
y otras las pisan: delante están las vides que dejan salir la flor y
otras hay también que
apenas negrean. Allí también, en el fondo del huerto, crecen liños
de verduras de todas
clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la una que
corre por todo el huerto,
la otra que va de una parte a otra bajo el umbral del patio hasta la elevada
morada a
donde van por agua los ciudadanos. Tales eran las brillantes dádivas
de los dioses en la
mansión de Alcínoo.
Allí estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con admiración.
Conque una
vez que hubo contemplado todo boquiabierto cruzó el umbral con rapidez
para entrar en
la casa. Y encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían
libación con sus copas
al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en último
lugar, cuando ya sentían
necesidad del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo, echó
a andar por la casa
envuelto en la espesa niebla que le había derramado Atenea, hasta que
llegó ante Arete y
el rey Alcínoo.
Abrazó Odiseo las rodillas de Arete y entonces, por fin, se disipó