Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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irritado conmigo.»
Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola contra la
escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de
ojos brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lanzóse, asió la roca con
ambas manos y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó una gran ola. De este modo
consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó cuando se apresuraba y lo lanzó a lo lejos
en el ponto. Como cuando al sacar a un pulpo de su escondrijo se pegan infinitas
piedrecitas a sus tentáculos, así se desgarró en la roca la piel de sus robustas manos.
Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo
dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado
sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando
cara a la tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y cuando
llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquél le pareció el mejor lugar,
libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo:
«Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del ponto y
de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega
errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de sufrir mucho.
Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»
Así dijo; hizo éste cesar al punto su corriente, retirando las olas, e hizo la calma delante
de él, llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los
robustos brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo
hinchado, y de su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz
y le sobrevino un terrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su ánimo, desató
el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la corriente y luego la recibió Ino en sus manos. Alejóse del río, se echó delante
de una junquera y besó la fértil tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al río
durante la noche inspiradora de preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el suave rocío
venzan al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla
antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría selva y duermo entre las
espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce sueño, temo
convertirme en botín y presa de las fieras.».
Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la selva y la
encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían
nacido del mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo
soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los
atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados uno con el otro).
Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama con sus manos, pues había un
gran montón de hojarasca como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por ri-
guroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y
se echó encima un montón de hojas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el
extremo de un campo (y no tiene vecinos) para conservar un germen de fuego y no tener
que ir a encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre
sus ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los
párpados. CANTO VI
ODISEO Y NAUSÍCAA
Aí es como dormía allí el sufridor, el divino Odiseo, agotado por el sueño y el
cansancio.
En tanto marchó Atenea al país y a la ciudad de los hombres feacios que antes
habitaban la espaciosa Hiperea cerca de los Cíclopes, hombres soberbios que los dañaban
continuamente, pues eran superiores en fuerza. Sacándolos de allí los condujo Nausítoo,
semejante a un dios, y los asentó en Esqueria, lejos de los hombres industriosos; rodeó la
ciudad con un muro, construyó casas a hizo los templos de los dioses y repartió los


 

 
 

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