campos. Pero éste, vencido ya por Ker, había marchado a Hades,
y entonces gobernaba
Alcínoo, inspirado en sus designios por los dioses.
Al palacio de éste se encaminó Atenea, la de ojos brillantes,
planeando el regreso para
el magnánimo Odiseo. Llegó a la muy adornada estancia en la que
dormía una joven
igual a las diosas en su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo
Alcínoo. Y dos
sirvientas que poseían la belleza de las Gracias estaban a uno y otro
lado de la entrada, y
las suntuosas puertas estaban cerradas. Apresuróse Atenea como un soplo
de viento hacia
la cama de la joven, y se puso sobre su cabeza y le dirigió su palabra
tomando la
apariencia de la hija de Dimante, famoso por sus naves, pues era de su misma
edad y muy
grata a su ánimo.
Asemejándose a ésta, le dijo Atenea, la de ojos brillantes:
«Nausícaa, ¿por qué tan indolente te parió
tu madre? Tienes descuidados los
espléndidos vestidos, y eso que está cercana tu boda, en que es
preciso que vistas tus
mejores galas y se las proporciones también a aquellos que lo acompañen.
Pues de cosas
así resulta buena fama a los hombres y se complacen el padre y la venerable
madre.
Conque marchemos a lavar tan pronto como despunte la aurora; también
yo ire contigo
como compañera para que dispongas todo enseguida, porque ya no vas a
estar soltera
mucho tiempo, que te pretenden los mejores de los feacios en el pueblo donde
también tú
tienes tu linaje. Así que, anda, pide a tu ilustre padre que prepare
antes de la aurora mulas
y un carro que lleve los cinturones, las túnicas y tu espléndida
ropa. Es para ti mucho
mejor ir así que a pie, pues los lavaderos están muy lejos de
la ciudad.»
Cuando hubo hablado así se marchó Atenea, la de los brillantes,
al Olimpo, donde dicen
que está la morada siempre segura de los dioses, pues no es azotada por
los vientos ni
mojada por las lluvias, ni tampoco la cubre la nieve. Permanece siempre un cielo
sin
nubes y una resplandeciente claridad la envuelve. Allí se divierten durante
todo el día los
felices dioses. Hacia allá marchó la de ojos brillantes cuando
hubo aconsejado a la joven.
Al punto llegó Eos, la de hermoso trono, que despertó a Nausícaa;
de lindo pelo, y
asombrada del sueño echó a correr por el palacio para contárselo
a sus progenitores, a su
padre y a su madre. Y encontró dentro a los dos; ella estaba sentada
junto al hogar con
sus siervas hilando copos de lana teñidos con púrpura marina;
a él lo encontró a las
puertas cuando marchaba con los ilustres reyes al Consejo, donde lo reclamaban
los
nobles feacios.
Así que se acercó a su padre y le dijo:
«Querido papá, ¿no podrías aparejarme un alto carro
de buenas ruedas para que lleve a
lavar al río los vestidos que tengo sucios? Que también a ti conviene,
cuando estás entre
los principales, participar en el Consejo llevando sobre tu cuerpo vestidos
limpios.
Además, tienes cinco hijos en el palacio, dos casados ya, pero tres solteros
en la flor de la
edad, y éstos siempre quieren ir al baile con los vestidos bien limpios,
y todo esto está a
mi cargo.»
Así dijo, pues se avergonzaba de mentar el floreciente matrimonio a su
padre. Pero él
comprendió todo y le respondió con estas palabras:
«No te voy a negar las mulas, hija, ni ninguna otra cosa. Ve; al momento
los criados lo
prepararán un alto carro de buenas ruedas con una cesta ajustada a él.»
Cuando hubo dicho así, daba órdenes a sus criados y éstos
al momento le obedecieron.
Prepararon fuera el carro mulero de buenas ruedas, trajeron mulas y las uncieron
al yugo.
La joven sacó de la habitación un lujoso vestido y lo colocó
en el bien pulido carro, y la
madre puso en un capacho abundante y rica comida, así como golosinas,
y en un odre de
cuero de cabra vertió vino. La joven subió al carro, y todavía
le dió en un recipiente de
oro aceite húmedo para que se ungiera con sus sirvientas. Tomó
Nausícaa el látigo y las
resplandecientes riendas y lo restalló para que partieran. Y se dejó
sentir el batir de las
mulas, y mantenían una tensión incesante llevando los vestidos
y a ella misma; mas no
sola, que con ella marchaban sus esclavas. Así que hubieron llegado a
la hermosisima
corriente del río donde estaban los lavaderos perennes (manaba un caudal
de agua muy
hermosa para lavar incluso la ropa más sucia), soltaron las mulas del
carro y las arrearon