Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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bien equilibradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el favorable viento de
Zeus. No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran
juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.»
Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su
palabra, llamándole por su nombre: «Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir tales
palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la
Estige -éste es el mayor y el más terrible juramento para los bienaventurados dioses- que
no maquinaré contra ti desgracia alguna. Esto es lo que yo pienso y te voy a aconsejar,
cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara tal necesidad. Mi proyecto es justo, y
no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo.» Hablando así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó tras las
huellas de la diosa. Y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón. Éste se sentó en el
sillón de donde se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida
para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres. Sentóse ella frente
al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía. Echaron mano a los
alimentos preparados que tenían delante y después que se saciaron de comida y bebida
empezó a hablar Calipso, divina entre las diosas:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres marcharte
enseguida a tu casa y a tu tierra patria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas
tristezas te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo
para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu
esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo en verdad me precio de no ser
inferior a aquélla ni en el porte ni en el natural, que no conviene a las mortales jamás
competir con las inmortales ni en porte ni en figura.»
Y le dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la
discreta Penélope en figura y en estátura al verla de frente, pues ella es mortal y tú
inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa y ver
el día del regreso. Si alguno de los dioses me maltratara en el ponto rojo como el vino, lo
soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho sufriendo en el
mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.»
Así dijo. El sol se puso y llegó el crepusculo. Así que se dirigieron al interior de la
cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua compañía.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo se vistió
de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó
alrededor de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a continuación
se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien
manejable, aguzada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien
ajustado. A continuación le dio una azuela bien pulimentada, y emprendió el camino
hacia un extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros
y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace tiempo, resecos, que podían flotar
ligeros. Luego que le hubo mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio
Calipso, divina entre las diosas, y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente
su trabajo. Derribó veinte en total y los cortó con el bronce, los pulió diestramente y los
enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le llevaba un
berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con clavos y
junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de
una amplia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los
ajustó con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla. Cubrióla
después con cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje
y puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre las diosas, tela
para hacer las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y bolinas


 

 
 

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