rojo néctar. El mensajero bebió y comió, y después
que hubo cenado y repuesto su ánimo
con la comida, le dijo su palabra:
«Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios.
Pues bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo mandas. Zeus me ordenó
que
viniera aquí sin yo quererlo. ¿Quién atravesaría
de buen grado tanta agua salada,
indecible? Además, no hay ninguna ciudad de mortales en la que hagan
sacrificios a los
dioses y perfectas hecatombes.
«Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir
la voluntad de Zeus, el
que lleva la égida. Dice que se encuentra contigo un varón, el
más desgraciado de cuantos
lucharon durante nueve años en derredor de la ciudad de Príamo.
Al décimo regresaron a
sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso faltaron
contra Atenea, y ésta
les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus fieles
compañeros, pero a él el
viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora te ordena que lo devuelvas
lo antes
posible, que su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos
y regresar a su
casa de elevado techo y a su patria.»
Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló
y le dijo palabras
aladas:
«Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis
contra las diosas
que duermen abiertamente con un hombre si lo han hecho su amante. Así,
cuando Eos, de
rosados dedos, arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que
vivís con facilidad, hasta que
la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole
con dulces dardos. Así,
cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se unió
en amor y lecho
con Jasión en campo tres veces labrado. No tardó mucho Zeus en
enterarse, y lo mató
alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis
contra mí, dioses, porque
está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le destrozó
la rápida nave arrojándole el
brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos
sus nobles
compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí.
Yo lo traté como amigo y lo
alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para siempre.
Pero puesto que no es
posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la voluntad de Zeus,
el que lleva la
égida, que se vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa
y se lo manda. Mas yo no te
despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos
ni compañeros
que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré
benévola y
nada le ocultaré para que llegue a su tierra sano y salvo.»
Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:
«Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no
sea que se irrite contigo y sea
duro en el futuro.»
Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.
Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo
escuchado el
mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían
secado sus ojos del
llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto
que ya no le agradaba la
ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto
a la que lo amaba
sin que él la amara. Durante el día se sentaba en las piedras
de la orilla desgarrando su
ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril
mar derramando lágrimas.
Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:
«Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu existencia, que
te voy a despedir
no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!, corta unos largos maderos
y ensambla una
amplia balsa con el bronce. Y luego adapta a ésta un elevado tablazón
para que te lleve
sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino
en abundancia
que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te enviaré
por detrás un viento
favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que lo permiten
los dioses
que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que yo para hacer proyectos y
cum-
plirlos.»
Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo,
y hablando le dirigió aladas
palabras:
«Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú
que me apremias a
atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa difícil y peligrosa;
que ni siquiera las