en el
palacio de la ninfa:
«Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún
rey portador de
cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo en su pensamiento,
sino que
siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del divino Odiseo
ninguno de
los ciudadanos entre los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste
se encuentra
en una isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no
tiene naves
provistas de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho
lomo del mar. Y,
encima, ahora desean matar a su querido hijo cuando regrese a casa, pues ha
marchado a
la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre».
Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus
dientes! ¿Pues no concebiste tú
misma la idea de que Odiseo se vengara de aquéllos cuando llegara? Tú
acompaña a
Telémaco diestramente, ya que puedes, para que regrese a su patria sano
y salvo, y que
los pretendientes regresen en la nave.»
Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:
«Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve
a comunicar a la ninfa de
lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor,
que regrese sin
acompañamiento de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días
llegará en una balsa
de buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer
desgracias, a la tierra de los
feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán como a
un dios de todo
corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce,
oro en abundancia y ropas,
tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera llegado indemne habiendo
obtenido parte del botín. Pues su destino es que vea a los suyos, llegue
a su casa de alto
techo y a su patria.»
Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató,
luego a sus pies
hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo igual por el mar que
por la
ilimitada tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita con
la que hechiza los ojos
de los hombres que quiere y los despierta cuando duermen. Con ésta en
las manos echó a
volar el poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el éter
en el ponto, y se movía
sobre el oleaje semejante a una gaviota que, pescando sobre los terribles senos
del estéril
ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a ésta se
dirigía Hermes
sobre las numerosas olas.
Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta
y marchó tierra adentro
hasta que llegó a la gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas
trenzas. Y la encontró
dentro. Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro
y de incienso se
extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro
con lanzadera de oro y cantaba
con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la cueva había
nacido un
florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban
las aves
de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada
lengua que se
ocupan de las cosas del mar.
Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba
en uvas, y cuatro fuentes
de agua clara que corrían cercanas unas de otras, cada una hacia un lado,
y alrededor,
suaves y frescos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí
llegara se
admiraría y alegraría en su corazón.
El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo
admirado todo
en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció
Calipso,
divina entre las diosas, pues los dioses no se desconocen entre sí por
más que uno habite
lejos. Pero no encontró dentro al magnánimo Odiseo, pues éste,
sentado en la orilla,
lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas,
gemidos y pesares,
solía contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las
diosas, preguntó a Hermes
haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:
«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable
y querido? Pues antes no
venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me empuja a
cumplirlo si puedo y es
posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones
de hospitalidad.»
Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena
de ambrosía y mezcló