Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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aun después de
sufrir mucho y ver el día de mi regreso, antes que morir al llegar, en mi propio hogar,
como ha perecido Agamenón víctima de una trampa de Egisto y de su esposa. Pero, en
verdad, ni siquiera los dioses pueden apartar la muerte, común a todos, de un hombre, por
muy querido que les sea, cuando ya lo ha alcanzado el funesto Destino de la muerte de
largos lamentos.»
Y le contestó discretamente Telémaco:
«Méntor, no hablemos más de esto aun a pesar de nuestra preocupación. En verdad ya
no hay para él regreso alguno, que los dioses le han pensado la muerte y la negra Ker.
Ahora quiero hacer otra indagación y preguntarle a Néstor, puesto que él sobresale por
encima de los demás en justicia a inteligencia. Pues dicen que ha sido soberano de tres
generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mirarlo. Néstor, hijo de Neleo -y
dime la verdad-, ¿cómo murió el poderoso atrida Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?,
¿qué muerte le preparó el tramposo Egisto, puesto que mató a uno mucho mejor que él?
¿O es que no estaba en Argos de Acaya, sino que andaba errante, en cualquier otro sitio,
y Egisto lo mató cobrando valor?»
Y le contestó a continuación el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo, te voy a decir toda la verdad. Tú mismo puedes imaginarte qué habría pasado si
al volver de Troya el Atrida, el rubio Menelao, hubiera encontrado vivo a Egisto en el
palacio. Con seguridad no habrían echado tierra sobre su cadáver, sino que los perros y
las aves, tirado en la llanura lejos de la ciudad, lo habrían despedazado sin que lo llorara
ninguna de las aqueas: ¡tan gran crimen cometió! Mientras nosotros realizábamos en
Troya innumerables pruebas, él estaba tranquilamente en el centro de Argos, criadora de
caballos, y trataba de seducir poco a poco a la esposa de Agamenón con sus palabras.
«Esta, al principio, se negaba al vergonzoso hecho, la divina Clitemnestra, pues poseía
un noble corazón, y a su lado estaba también el aedo, a quien el Atrida al marchar a
Troya había encomendado encarecidamente que protegiera a su esposa. Pero cuando el
Destino de los dioses la forzó a sucumbir se llevó al aedo a una isla desierta y lo dejó
como presa y botin de las aves. Y Egisto la llevó a su casa de buen grado sin que se
opusiera. Luego quemó muchos muslos sobre los sagrados altares de los dioses y colgó
muchas ofrendas -vestidos y oro-por haber realizado la gran hazaña que jamás esperó en
su ánimo llevar a cabo.
«Nosotros navegábamos juntos desde Troya, el Atrida y yo, con sentimientos comunes
de amistad. Pero cuando llegamos al sagrado Sunio, el promontorio de Atenas, Febo
Apolo mató al piloto de Menelao alcanzándole con sus suaves flechas cuando tenía entre
sus manos el timón de la nave, a Frontis, hijo de Onetor, que superaba a la mayoría de los
hombres en gobernar la nave cuando se desencadenaban las tempestades. Asi que se
detuvo allí, aunque anhelaba el camino, para enterrar a su compañero y hacerle las honras
fúnebres. «Cuando ya de camino sobre el ponto rojo como el vino alcanzó con sus cóncavas
naves la escarpada montaña de Maleas en su carrera, en ese momento el que ve a lo
ancho, Zeus, concibió para él un viaje luctuoso y derramó un huracán de silbantes vientos
y monstruosas bien nutridas olas semejantes a montes. Allí dividió parte de las naves e
impulsó a unas hacia Creta, donde viven los Cidones en torno a la corriente del Jardano.
Hay una pelada y elevada roca que se mete en el agua, en el extremo de Górtina, en el
nebuloso ponto, donde Noto impulsa las grandes olas hacia el lado izquierdo del saliente,
en dirección a Festos, y una pequeña piedra detiene las grandes olas. Allí llegaron las
naves y los hombres consiguieron evitar la muerte a duras penas, pero las olas quebraron
las naves contra los escollos. Sin embargo, a otras cinco naves de azuloscuras proas el
viento y el agua las impulsaron hacia Egipto. Allí reunió éste abundantes bienes y oro, y
se dirigió con sus naves en busca de gentes de lengua extraña.
«Y, entre tanto, Egisto planeó estas malvadas acciones en casa, y después de asesinar al
Atrida, el pueblo le estaba sometido. Siete años reinó sóbre la dorada Micenas, pero al
octavo llegó de vuelta de Atenas el divino Orestes para su mál y mató al asesino de su


 

 
 

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