padre, a Egisto, al inventor de engaños, porque había asesinado
a su ilustre padre. Y
después de matarlo dió a los argivos un banquete fúnebre
por su odiada madre y por el
cobarde Egisto.
«Ese mismo día llegó Menelao, de recia voz guerrera, trayendo
muchas riquezas,
cuantas podían soportar sus naves en peso.
«En cuanto a ti, amigo, no andes errante mucho tiempo lejos de tu casa,
dejando tus
posesiones y hombres tan arrogantes en tu palacio, no sea que se lo repartan
todos tus
bienes y se los coman y camines un viaje baldío. Antes bien, te aconsejo
y exhorto a que
vayas junto a Menelao, pues él está recién llegado de otras
regiones, de entre tales
hombres de los que nunca soñaría poder regresar aquel a quien
los huracanes lo impulsen
desde el principio hacia un mar tan grande que ni las aves son capaces de recorrerlo
en un
año entero, puesto que es grande y terrorífico. Vamos, márchate
con la nave y los
compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a tu disposición
un carro y caballos y a la
disposición están mis hijos que te servirán de escolta
hasta la divina Lacedemonia, donde
está el rubio Menelao. Ruégale para que te diga la verdad; mentira
no te dirá, es muy
discreto.»
Así habló, y Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad.
Y les dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Anciano, has hablado como te corresponde. Pero, vamos, cortad las lenguas
y mezclad
el vino para que hagamos libaciones a Poseidón y a los demás inmortales
y nos ocupemos
de dormir, pues ya es hora. Ya ha descendido la luz a la región de las
sombras y no es
bueno estar sentado mucho tiempo en un banquete en honor de los dioses, sino
regresar.»
Así habló la hija de Zeus y ellos prestaron atención a
la que hablaba.
Y los heraldos derramaron agua sobre sus manos y los jóvenes coronaron
de vino las
cráteras y lo repartieron entre todos haciendo una primera ofrenda, por
orden, en las
copas. Luego arrojaron las lenguas al fuego y se pusieron en pie para hacer
la libación.
Cuando hubieron libado y bebido cuanto su apetito les pedía, Atenea y
Telémaco,
semejante a un dios, se pusieron en camino para volver a la cóncava nave.
Pero Néstor
todavía los retuvo tocándolos con sus palabras:
«No permitirán Zeus y los demás dioses inmortales que volváis
de mi casa a la rápida
nave como de casa de uno que carece por completo de ropas, o de un indigente
que no
tiene mantas ni abundantes sábanas en casa ni un dormir blando para sí
y para sus
huéspedes. Que en mi casa hay mantas y sábanas hermosas. No dormirá
sobre los
maderos de su nave el querido hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me
queden hijos en
el palacio para hospedar a mis huéspedes, quienquiera que sea el que
arribe a mi
palacio.»
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, le dijo:
«Has hablado bien, anciano amigo. Sería conveniente que Telémaco
te hiciera caso.
Así, pues, él te seguirá para dormir en tu palacio, pero
yo marcharé a la negra nave para
animar a los compañeros y darles órdenes, pues me precio de ser
el más anciano entre
ellos. Y los demás nos siguen por amistad, hombres jóvenes todos,
de la misma edad que
el valiente Telémaco. Yo dormiré en la cóncava, negra nave,
y al amanecer iré junto a los
impetuosos caucones, dondé se me debe una deuda no de ahora ni pequeña,
desde luego.
«Tú, envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues ha llegado
a tu casa como huésped. Y
dale caballos, los que sean más veloces en la carrera y más excelentes
en vigor.» .
Así hablando partió la de ojos brillantes, Atenea, tomando la
forma del buitre barbado.
Y la admiración atenazó a todos los aqueos. Admiróse el
anciano cuando lo vio con sus
ojos y tomando la mano de Telémaco le dirigió su palabra y le
llamó por su nombre.
«Amigo, no creo que llegues a ser débil ni cobarde si ya, tan joven,
lo siguen los dioses
como escolta. Pues éste no era otro de entre los que ocupan las mansiones
del Olimpo
que la hija de Zeus, la rapaz Tritogéneia, la que honraba también
a tu noble padre entre
los argivos. Soberana, séme propicia, dame fama de nobleza a mí
mismo, a mis hijos y a
mi venerable esposa y a cambio yo te sacrificaré una cariancha novilla
de un año, no
domada, a la que jamás un hombre haya llevado bajo el yugo. Te la sacrificaré
rodeando