que encierra
grandes monstruos- y llegados a Ténedos realizamos sacrificios a los
dioses con el deseo
de volver a casa. Pero Zeus no se preocupó aún de nuestro regreso.
¡Cruel! Él, que
levantó por segunda vez agria disensión: unos dieron la vuelta
a sus bien curvadas naves
y retornaron con el prudente soberano Odiseo, el de pensamientos complicados,
para dar
satisfacción al atrida Agamenón, pero yo, con todas mis naves
agrupadas, las que me
seguían, marché de allí porque barruntaba que la divinidad
nos preparaba desgracias.
«También marchó el belicoso hijo de Tideo y arrastró
consigo a sus compañeros y más
tarde navegó a nuestro lado el rubio Menelao -nos encontró en
Lesbos cuando
planeábamos el largo regreso: o navegar por encima de la escabrosa Quios
en dirección
de la isla Psiría dejándola a la izquierda o bien por debajo de
Quios junto al ventiscoso
Mirnante. Pedimos a la divinidad que nos mostrara un prodigio y enseguida ésta
nos lo
mostró y nos aconsejó cortar por la mitad del mar en dirección
a Eubea, para poder
escapar rápidamente de la desgracia. Así que levantó, para
que soplara, un sonoro viento
y las naves recorrieron con suma rapidez los pecillenos caminos. Durante la
noche
arribaron a Geresto y ofrecimos a Poseidón muchos muslos de toros por
haber recorrido
el gran mar. Era el cuarto día cuando los compañeros del tidida
Diomedes, el domador de
caballos, fondearon sus equilibradas naves en Argos. Después yo me dirigí
a Pilos y ya
nunca se extinguió el viento desde que al principio una divinidad lo
envió para que
soplara. Así llegué, hijo mío, sin enterarme, sin saber
quiénes se salvaron de los aqueos y
quiénes perecieron, pero cuanto he oído sentado en mi palacio
lo sabrás -como es justo- y
nada te ocultaré. Dicen que han llegado bien los mirmidones famosos por
sus lanzas, a
los que conducía el ilustre hijo del valeroso Aquiles y que llegó
bien Filoctetes, el
brillante hijo de Poyante. Idomeneo condujo hasta Creta a todos sus compañeros,
los que
habían sobrevivido a la guerra, y el mar no se le engulló a ninguno.
En cuanto al Atrida,
ya habéis oído vosotros mismos, aunque estáis lejos, cómo
llegó y cómo Egisto le había
preparado una miserable muerte, aunque ya ha pagado lamentablemente. ¡Qué
bueno es
que a un hombre muerto le quede un hijo! Pues aquél se ha vengado del
asesino de su
padre, del tramposo Egisto, porque le había asesinado a su ilustre padre.
También tú, hijo
-pues te veo vigoroso y bello-, sé fuerte para que cualquiera de tus
descendientes hable
bien de. ti.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, así es,
por cierto; aquél se vengó y los
aqueos llevarán a lo largo y a lo ancho su fama, motivo de canto para
los venideros.
«¡Ojalá los dioses me dotaran de igual fuerza para hacer
pagar a los pretendientes por
su dolorosa insolencia!, pues ensoberbecidos me preparan acciones malvadas.
Pero los
dioses no han tejido para mí tal dicha; ni para mi padre ni para mí.
Y ahora no hay más
remedio que aguantar.»
Y le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Amigo -puesto que me has recordado y dicho esto-, dicen que muchos pretendientes
de tu madre están cometiendo muchas injusticias en él palacio
contra tu voluntad. Dime
si cedes de buen gusto o te odia la gente en el pueblo siguiendo una inspiración
de la
divinidad. ¡Quién sabe si llegará Odiseo algún día
y les hará pagar sus acciones violentas,
él solo o todos los aqueos. juntos! Pues si la de ojos brillantes, Atenea,
quiere amarte del
mismo modo que protegía al ilustre Odiseo en aquel entonces en el pueblo
de los
troyanos donde los aqueos pasamos penalidades (pues nunca he visto que los dioses
amen
tan a las claras como Palas Atenea le asistía a él), si quiere
amarte a ti así y preocuparte
de ti en su ánimo, cualquiera de aquéllos se olvidaría
del matrimonio.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Anciano, no creo que esas palabras lleguen a realizarse nunca. Has dicho
algo
excesivamente grande. El estupor me tiene sujeto. Esas cosas no podrían
sucederme por
más que lo espere ni aunque los dioses lo quisieran así.»
Y de pronto la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él:
«¡Telémaco, qué palabra ha escapado del cerco de tus
dientes! Es fácil para un dios, si
quiere, salvar a un hombre aun desde lejos. Preferiría yo volver a casa