es privado, no público. Ando a lo ancho en busca de noticias sobre mi
padre -por si las
oigo en algún sitio-, de Odiseo el divino, el sufridor, de quien dicen
que en otro tiempo
arrasó la ciudad de Troya luchando a tu lado. Ya me he enterado dónde
alcanzó luctuosa
muerte cada uno de cuantos lucharon contra los troyanos, pero su muerte la ha
hecho
desconocida el hijo de Crono, pues nadie es capaz de decirme claramente dónde
está
muerto, si ha sucumbido en tierra firme a manos de hombres enemigos o en el
mar entre
las olas de Anfitrite. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres
contarme su
luctuosa muerte -la hayas visto con tus propios ojos o hayas escuchado el relato
de algún
caminante-; ¡digno de lástima lo parió su madre! Y no endulces
tus palabras por respeto
ni piedad, antes bien cuéntame detalladamente cómo llegaste a
verlo. Te lo suplico si es
que alguna vez mi padre, el noble Odiseo, te prometió algo y te lo cumplió
en el pueblo
de los troyanos donde los aqueos sufríais penalidades. Acuérdate
de esto ahora y
cuéntame la verdad.»
Y le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo mío, puesto que me has recordado los infortunios que tuvimos
que soportar en
aquel país los hijos de los aqueos de incontenible furia: cuánto
vagamos con las naves en
el brumoso ponto, a la deriva en busca de botín por donde nos guiaba
Aquiles y cuánto
combatimos en torno a la gran ciudad del soberano Príamo... Allí
murieron los mejores:
allí reposa Ayax, hijo de Ares, y allí Aquiles, y allí
Patroslo, consejero de la talla de los
dioses, y allí mi querido hijo, fuerte a la vez que irreprochable, Antíloco,
que sobresalía
en la carrera y en el combate. Otros muchos males sufrimos además de
éstos. ¿Quién de
los mortales hombres podría contar todas aquellas cosas? Nadie, por más
que te quedaras
a su lado cinco o seis años para preguntarle cuántos males sufrieron
allí los aqueos de
linaje divino. Antes volverías apesadumbrado a tu tierra patria. Durante
nueve años
tramamos desgracias contra ellos acechándoles con toda clase de engaños
y a duras penas
puso término (a la guerra) el hijo de Cronos.
«Jamás quiso nadie igualársele en inteligencia, puesto
que el divino Odiseo era muy
superior en toda clase de astucias, tu padre, si es que verdaderamente eres
descendencia
suya. (Al verte se apodera de mí el asombro. En verdad vuestras palabras
son parecidas y
no se puede decir que un hombre joven hable tan discretamente.)
«Jamás, durante todo el tiempo que estuvimos allí, hablábamos
de diferente modo yo y
el divino Odiseo ni en la asamblea ni en el consejo, sino que teníamos
un solo
pensamiento, y con juicio y prudente consejo mostrábamos a los aqueos
cómo saldría
todo mejor.
«Después, cuando habíamos saqueado la elevada ciudad de
Príamo y embarcamos en
las naves y la divinidad dispersó a los aqueos, Zeus concibió
en su mente un regreso
lamentable para los argivos porque no todos eran prudentes ni justos. Así
que muchos de
éstos fueron al encuentro de una desgraciada muerte por causa de la funesta
cólera de la
de poderoso padre, de la de ojos brillantes que asentó la Disensión
entre ambos atridas.
Convocaron éstos en asamblea a todos los aqueos, insensatamente, a destiempo,
cuando
Helios se sumerge, y los hijos de los aqueos se presentaron pesados por el vino,
y les
dijeron por qué habían reunido al ejército.
«Allí Menelao aconsejaba a todos los aqueos que pensaran en volver
sobre el ancho
lomo del mar. Pero no agradó en absoluto a Agamenón, pues quería
retener al pueblo y
ejecutar sagradas hecatombes para aplacar la tremenda cólera de Atenea.
¡Necio!, no
sabía que no iba a persuadirla, que no se doblega rápidamente
la voluntad de los dioses
que viven siempre. Así que los dos se pusieron en pie y se contestaban
con palabras
agrias. Y los hijos de los aqueos de hermosas grebas se levantaron con un vocerío
sobrehumano: divididos en dos bandos les agradaba una a otra decisión.
«Pasamos la noche removiendo en nuestro interior maldades unos contra
otros, pues ya
Zeus nos preparaba el azote de la desgracia.
«Al amanecer algunos arrastramos las naves hasta el divino mar y metimos
nuestros
botines y las mujeres de profundas cinturas. La mitad del ejército permaneció
allí, al lado
del atrida Agamenón, pastor de su pueblo, pero la otra mitad embarcamos
y partimos.
Nuestras naves navegaban muy aprisa -una divinidad había calmado el ponto