crecido de la tierra.
«Del mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo absorto al tiempo
que temo
profundamente abrazar tus rodillas. Pero me alcanza un terrible pesar. Ayer
escapé del
ponto, rojo como el vino, después de veinte días. Entretanto me
han zarandeado sin cesar
el oleaje y turbulentas tempestades desde la isla Ogigia, y ahora por fin me
ha arrojado
aquí algún demón, sin duda para que sufra algún
contratiempo; pues no creo que éstos
vayan a cesar, sino que todavía los dioses me preparan muchas desventuras.
«Pero tú, sobrerana, ten compasión, pues es a ti a quien
primero encuentro después de
haber soportado muchas desgracias, que no conozco a ninguno de los hombres que
poseen esta tierra y ciudad. Muéstrame la ciudad y dame algo de ropa
para cubrirme si al
venir trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses
te concedan cuantas
cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen también
una feliz
armonía! Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando un
hombre y una mujer
gobiernan la casa con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría
para el amigo,
y, sobre todo, ellos consiguen buena fama. »
Y le respondió luego Nausícaa, la de blancos brazos:
«Forastero, no pareces hombre plebeyo ni insensato. El mismo Zeus Olímpico
reparte
la felicidad entre los hombres tanto a nobles como a plebeyos, según
quiere a cada uno.
Sin duda también a ti te ha concedido esto, y es preciso que lo soportes
con firmeza hasta
el fin.
«Ahora que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no te verás
privado de
vestidos ni de ninguna otra cosa de las que son propias del desdichado suplicante
que nos
sale al encuentro. Te mostraré la ciudad y te diré los nombres
de sus gentes. Los feacios
poseen esta ciudad y esta tierra; yo soy la hija del magnánimo Alcínoo,
en quien descansa
el poder y la fuerza de los feacios.»
Así dijo, y ordenó a las doncellas de lindas trenzas:
«Deteneos, siervas. ¿A dónde húís por ver
a este hombre? ¿Acaso creéis que es un
enemigo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue con ánimo
hostil al país
de los feacios, pues somos muy queridos de los dioses y habitamos lejos en el
agitado
ponto, los más apartados, y ningún otro mortal tiene trato con
nosotros.
«Peró éste ha llegado aquí como un desdichado después
de andar errante, y ahora es
preciso atenderle. Que todos los huéspedes y mendigos proceden de Zeus,
y para ellos
una dádiva pequeña es querida. ¡Vamos!, dadle de comer y
de beber y lavadlo en el río
donde haya un abrigo contra el viento. »
Así dijo; ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, hicieron sentar
a Odiseo en
lugar resguardado, según lo había ordenado Nausícaa, hija
del magnánimo Alcínoo, le
proporcionáron un manto y una túnica como vestido, le entregaron
aceite húmedo en una
ampolla de oro y lo apremiaban para que se bañara en las corrientes del
río.
Entonces, por fin, dijo el divino Odiseo a las siervas:
«Siervas, deteneos ahí lejos mientras me quito de los hombros la
salmuera y me unjo
con aceite, pues ya hace tiempo que no hay grasa sobre mi cuerpo; que no me
lavaré yo
frente a vosotras, pues me avergüenzo de permanecer desnudo entre doncellas
de lindas
trenzas. »
Así dijo y ellas se alejaron y se lo contaron a la muchacha. Cónque
el divino Odiseo
púsose a lavar su cuerpo en las aguas del río y a quitarse la
salmuera que cubría sus
anchas espaldas y sus hombros, y limpió de su cabeza la espuma de la
mar infatigable.
Después que se hubo lavado y ungido con aceite, se vistió las
ropas que le proporcionara
la no sometida doncella. Entonces le concedió, Atenea, la hija de Zeus,
aparecer más
apuesto y robusto e hizo caer de su cabeza espesa cabellera, semejante a la
flor del
jacinto. Así como derrama oro sobre plata un diestro orfebre a quien
Hefesto y Palas
Atenea han enseñado toda clase de artes y termina graciosos trabajos,
así Atenea vertió su
gracia sobre la cabeza y hombros de Odiseo. Fuese entonces a sentar a lo lejos
junto a la
orilla del mar, resplandeciente de belleza y de gracia, y la muchacha lo contemplaba.
Por fin dijo a las siervas de lindas trenzas:
«Esuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os hablo; no en contra
de la voluntad
de todos los dioses, los que poseen el Olimpo, tiene trato este hombre con los
feacios
semejantes a los dioses. Es verdad que antes me pareció desagradable,