niño. También nosotros llegamos aquí, los dos, después
de comer muchas veces por amor
de la hospitalidad de otros hombres. ¡Ojalá Zeus nos quite de la
pobreza para el futuro!
Desengancha los caballos de los forasteros y hazlos entrar para que se les agasaje
en la
mesa».
Así dijo; salió aquél del palacio y llamó a otros
diligentes servidores para que lo
acompañaran. Desengancharon los caballos sudorosos bajo el yugo y los
ataron a los
pesebres, al lado pusieron escanda y mezclaron blanca cebada; arrimaron los
carros al
muro resplandeciente e introdujeron a los forasteros en la divina morada. Estos,
al
observarlo, admirábanse del palacio del rey, vástago de Zeus;
que había un resplandor
como del sol o de la luna en el palacio de elevado techo del glorioso Menelao.
Luego que
se hubieron saciado de verlo con sus ojos, marcharon a unas bañeras bien
pulidas y se
lavaron. Y luego que las esclavas los hubieron ungido con aceite, les pusieron
ropas de
lana y mantos y fueron a sentarse en sillas junto al Atrida Menelao. Y una esclava
virtió
agua de lavamanos que traía en bello jarro de oro sobre fuente de plata
y colocó al lado
una pulida mesa. Y la venerable ama de llaves trajo pan y sirvió la mesa
colocando
abundantes alimentos, favoreciéndoles entre los que estaban presentes.
Y el trinchador les
sacó platos de carnes de todas clases y puso a su lado copas de oro.
Y mostrándoselos,
decía el prudente Menelao:
«Comed y alegraos, que luego que os hayáis alimentado con estos
manjares os
preguntaremos quiénes sois de los hombres. Pues sin duda el linaje de
vuestros padres no
se ha perdido, sino que sois vástagos de reyes que llevan cetro de linaje
divino, que los
plebeyos no engendran mozos así.»
Así diciendo puso junto a ellos, asiéndolo con la mano, un grueso
lomo asado de buey
que le habían ofrecido a él mismo como presente de honor. Echaron
luego mano a los
alimentos colocados delante, y después que arrojaron el deseo de comida
y bebida,
Telémaco habló al hijo de Néstor acercando su cabeza para
que los demás no se
enteraran:
«Observa, Nestórida grato a mi corazón, el resplandor de
bronce en el resonante
palacio, y el del oro, el eléctro, la plata y el marfil. Seguro que es
así por dentro el palacio
de Zeus Olímpico. ¡Cuántas cosas inefables!, el asombro
me atenaza al verlas.»
El rubio Menelao se percató de lo que decía y habló aladas
palabras:
Hijos míos, ninguno de los mortales podría competir con Zeus,
pues son inmortales su
casa y posesiones; pero de los hombres quizá alguno podría competir
conmigo -o quizá
no- en riquezas; las he traído en mis naves -y llegué al octavo
año- después de haber
padecido mucho y andar errante mucho tiempo. Errante anduve por Chipre, Fenicia
y
Egipto; llegué a los etiopes, a los sidonios, a los erembos y a Libia,
donde los corderos
enseguida crían cuernos, pues las ovejas paren tres veces en un solo
año. Ni amo ni pastor
andan allí faltos de queso ni de carne, ni de dulce leche, pues siempre
están dispuestas
para dar abundante leche. Mientras andaba yo errante por allí, reuniendo
muchas
riquezas, otro mató a mi hermano a escondidas, sin que se percatara,
con el engaño de su
funesta esposa. Así que reino sin alegría sobre estas riquezas.
Ya habréis oído esto de
vuestros padres, quienes quiera que sean, pues sufrí muy mucho y destruí
un palacio muy
agradable para vivir que contenía muchos y valiosos bienes. ¡Ojalá
habitara yo mi palacio
aún con un tercio de éstos, pero estuvieran sanos y salvos los
hombres que murieron en la
ancha Troya lejos de Argos, criadora de caballos. Y aunque lloro y me aflijo
a menudo
por todos en mi palacio, unas veces deleito mi ánimo con el llanto y
otras descanso, que
pronto trae cansancio el frío llanto. Mas no me lamento tanto por ninguno,
aunque me
aflija, como por uno que me amarga el sueño y la comida al recordarlo,
pues ninguno de
los aqueos sufrió tanto como Odiseo sufrió y emprendió.
Para él habían de ser las
preocupaciones, para mí el dolor siempre insoportable por aquél,
pues está lejos desde
hace tiempo y no sabemos si vive o ha muerto. Sin duda lo lloran el anciano
Laertes y la
discreta Penélope y Telémaco, a quien dejó en casa recién
nacido.»