nave de veinte remos, la mejor, y marcha para informarte sobre tu padre largo
tiempo
ausente, por si alguno de los mortales pudiera decirte algo o por si escucharas
la Voz que
viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias.
«Primero dirígete a Pilos y pregunta al divino Néstor, y
desde allí a Esparta al palacio
del rubio Menelao, pues él ha llegado al postrero de los aqueos que visten
bronce. Si oyes
de tu padre que vive y está de vuelta, soporta todavía otro año,
aunque tengas pesar; pero
si oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa enseguida a tu tierra patria,
levanta una
tumba en su honor y ofréndale exequias en abundancia, cuantas están
bien.
Y entrega tu madre a un marido. Luego que esto hayas concluido, medita en tu
mente y
en tu corazón la manera de matar a los pretendientes en tu casa con engaño
o a las claras.
Y es preciso que no juegues a cosas de niños, pues no eres de edad para
hacerlo. ¿No
has oído qué fama ha cobrado el divino Orestes entre todos los
hombres por haber
matado al asesino de su padre, a Egisto fecundo en ardides, porque había
quitado la vida
a su ilustre padre? También tú, amigo pues te veo vigoroso
y bello, sé valiente para
que alguno de tus descendientes hable bien de ti. Yo me marcho ahora mismo a
la rápida
nave junto a mis compañeros, que deben estar cansados de tanto esperarme.
Tú ocúpate
de esto y presta oídos a mis palabras.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Huésped, en verdad dices esto con sentimientos amigos, como un
padre a su hijo, y
jamás los echaré a olvido. Mas, vamos, quédate ahora por
muy deseoso que estés del
camino, para que después de bañarte y gozar en tu pecho marches
alegre a la nave
portando un presente, un regalo estimable y hermoso que será para ti
un tesoro de mí,
como los que hospedan dan a sus huéspedes.»
Y contestó luego Atenea, de ojos brillantes:
«No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que
tu corazón te empuje a
darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa. Escoge
uno bueno de
verdad y tendrás otro igual en recompensa.»
Así hablando, partió la de ojos brillantes, Atenea, y se remontó
como un ave, e infundió
audacia en el pecho de Telémaco y valentía. Pero después
de reflexionar en su mente
quedó estupefacto, pues pensó que era un dios. Y, mortal a los
dioses igual, marchó
enseguida junto a los pretendientes.
Entre éstos estaba cantando el ilustre aedo, y ellos escuchaban sentados
en silencio.
Cantaba el regreso de los aqueos que Palas Atenea les había deparado
funesto desde
Troya. La hija de Icario, la prudente Penélope, acogió en su pecho
el inspirado canto
desde el piso de arriba y descendió por la elevada escalera de su palacio;
mas no sola, que
la acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los pretendientes la
divina entre las
mujeres, se detuvo junto al pilar central del techo labrado llevando ante sus
mejillas un
grueso velo, y a cada lado se puso una fiel sirvienta. Luego habló llorando
al divino aedo:
«Femio, sabes otros muchos cantos, hechizo de los mortales, hazañas
de hombres y
dioses que los aedos hacen famosas. Cántales uno de éstos sentado
a su lado y que ellos
beban su vino en silencio; mas deja ya ese canto triste que me está dañando
el corazón
dentro del pecho, puesto que a mí sobre todos me ha alcanzado un dolor
inolvidable, pues
añoro, acordándome continuamente, la cabeza de un hombre cuyo
renombre es amplio en
la Hélade y hasta el centro de Argos».
Y Telémaco le dijo discretamente:
«Madre mía, ¿qué reprochas al amable aedo que nos
deleite como le impulse su
voluntad? No son los aedos culpables, sino en cierto sentido Zeus, el que dota
a los
hombres que comen grano como quiere a cada uno».
Para éste no habrá castigo porque cante el destino aciago de los
dánaos, pues éste es el
canto que más celebran los hombres, el que llega más reciente
a los oyentes.
«Que tu corazón y tu espíritu soporten escucharlo, pues
no sólo Odiseo perdió en Troya
el día de su regreso, que también perecieron otros muchos hombres.
Conque marcha a tu
habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena
a las esclavas que se
ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo
de mí, de
quien es el poder en este palacio.»
Admiróse ella y se encaminó de nuevo a su habitación, pues