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LITERATURA ESPAÑOLA - Siglo XVI:  Didáctica, humanismo, erasmismo y mística
LOS MISTICOS
SANTA TERESA: HUMANIZACION DE LA MISTICA
Once años más joven que fray Luis de Granada, Teresa de Cepeda (15151582), la santa de
Avila, representa la plenitud del misticismo español. Es además uno de los seres vivos en los
que el genio castellano, en lo que tiene de local y en lo que tiene de universal, se expresa con
mayor evidencia. Es dura y enérgica como el paisaje de su tierra. Es también jugosa y capaz
de inmensa ternura. Siendo muy femenina, dio muestras de una voluntad sin desmayo para
vencer su debilidad física, acrecentada por graves enfermedades, para realizar, frente a la
oposición de las autoridades eclesiásticas, la reforma de la Orden del Carmelo, en la que
había profesado en 1534; para establecer la fundación de treinta y dos conventos; y para
atender después a las necesidades económicas y espirituales que el mantenimiento de los
nuevos conventos requería. Atenta a todos los detalles de la existencia diaria, hasta a los más
insignificantes, hay en la historia de la espiritualidad pocas almas tan inflamadas por el
amor divino como la suya.
Gustaba de mostrarse como una monja humilde e ignorante que escribía por mandato de sus
confesores para dejar testimonio de sus experiencias espirituales sin creer ella que tuvieran
nada de extraordinario; y, sin embargo, su saber teológico justifica el título de "doctora
mística" que le dieron sus contemporáneos.
Es ejemplo eminente de activismo, al par que de entrega total al éxtasis contemplativo. En su
estudio el detalle realista y familiar del habla popular de Castilla la Vieja se combina con la
creación de metáforas, símbolos y comparaciones audaces, con objeto de traducir al lenguaje
los complicados estados psicológicos por los que pasó.
Es en suma Santa Teresa contradicción viva, cifra de la unidad que el misticismo español
consigue conjugando realidad y espíritu, vida interior y actividad exterior, lo divino y lo
humano. Santa Teresa no es un caso aislado. Es sólo el ejemplo más claro de una capacidad
común a casi todos los místicos españoles del siglo XVI. La capacidad de vivir intensamente
una vida de contemplación religiosa y de luchas humanas, de hacer arte y filosofía con la
substancia de la existencia diaria, de elevarse a veces hasta lo más abstracto y conceptual, no
por un proceso lógico, de deshumanización, sino intensificando, por
decirlo así, lo
específicamente humano: sentimiento, imaginación, voluntad e instinto, todas las potencias
del alma. Resultan así los místicos -y Santa Teresa más que ninguno- ejemplo de una
característica frecuente en el arte español, la necesidad de inmersión del autor como persona
viva en su obra. Todos los libros de Santa Teresa, hasta los puramente doctrinales como
Camino de perfección y Las moradas, son autobiográficos.
En el Libro de su vida, el de mayor importancia, después de recordar algunos episodios de la
infancia y de la juventud, describe detalladamente sus experiencias místicas hasta llegar a la
unión completa con Dios, y sus andanzas de fundadora. Como todo lo dice, es un testimonio
de valor incalculable para estudiar los estados místicos, ya se interpreten como don divino,
ya como manifestaciones de anormalidad psicológica. Es también un tratado completo de
oración y de doctrina. Es, por último, obra maestra en el género de confesiones o memorias
íntimas. Nada hay probablemente comparable en este aspecto desde las Confesiones, de San
Agustín. Se caracteriza, también, por la naturalidad pintoresca de muchas comparaciones
para dar plasticidad a lo inefable y por una ardiente convicción sobre la realidad de los
fenómenos extremos de comunicación de la gracia divina -estigmas, transverberación,
presencia corporal de Cristo-. Conceptuada como uno de los primeros ejemplos de
introspección en lo recóndito de la conciencia y del mundo sentimental, esta extraordinaria
biografía abrió cauces nuevos para la literatura profana tanto como para la religiosa.
El Libro de las relaciones, el de las Fundaciones, historia de su labor como reformadora y
fundadora, y sus numerosas cartas son complemento o ampliación de las noticias que sobre
su incansable actividad religiosa da en la Vida.
La más perfecta de sus obras doctrinales importantes es El castillo interior o las Moradas. La
materia mística que en la Vida se describe como resultado de la experiencia personal, se
ordena poéticamente en las Moradas en un tratado completo sobre el alma y sus relaciones
con Dios. Por medio de ingeniosos símbolos, pinta el alma como una casa o castillo, dividida
en siete cámaras o moradas en cuyo centro está Dios. Cuando, guiado por el amor divino y
tras larga práctica -exposición de los grados ascético-místicos-, el ser penetra en la última
morada, se realiza la unión con el Amado, se llega al supremo estado de la escala mística. La
obra tiene trozos de gran belleza. Es impresionante el equilibrio que en casi toda ella se
mantiene entre lo espiritual y la noción de las realidades de la vida, que se manifiesta en la
insistencia en las obras, en las constantes admoniciones a sus monjas, a quienes se destina el
libro, para que el éxtasis y la oración no les hagan olvidarse de los deberes de cada hora; y en
la desconfianza, en fin, ante la imaginación, "la loca de la casa", que desviándose de la
realidad puede conducirnos por el camino de la falsa vida espiritual. Se ve aquí, quizá más
que en la Vida, el sentido inmediato del mundo exterior por el que Santa Teresa, siendo el
más espiritual de los místicos, es al mismo tiempo, el más humano. A Dios se llega por todos
los caminos. La contemplación no excusa la negligencia de nuestras obligaciones, sino que se
afirma en su cumplimiento. Las dos actividades, la espiritual y la material -es muy citada su
frase de que hasta en los pucheros anda Dios-, se confunden y apoyan mutuamente en
Teresa de Jesús. De su éxtasis sale fortificada para la lucha en el terreno religioso hacia la que
le conducían su propio temperamento y las circunstancias de España en el siglo XVI. Y,
viceversa, en la acción como organizadora, en el contacto diario con los problemas de sus
conventos y de cada una de sus monjas encontraba nuevos estímulos para su anhelo de Dios.
Santa Teresa escribió también algunas poesías. Sólo siete de las que se le
han atribuido
parecen ser auténticas. Una de ellas, la glosa que empieza "Vivo sin vivir en mí - y tan alta
vida espero - que muero porque no muero", es conocidísima. No era, sin embargo, el verso la
forma más adecuada de expresión a un espíritu como el suyo, que parece complacerse en la
llaneza. Sí llega, como efectivamente ocurre en su prosa, a las altas esferas del arte, movida
por la virtud espontánea de su temperamento.