LITERATURA ESPAÑOLA - Siglo XVIII: Reforma, Enciclopedia y Neoclasicismo
CARACTER DEL SIGLO
Es, por tanto, el siglo XVIII, una época eminentemente crítica, de lucha intelectual. Como
esta lucha afectaba a cosas que dividieron hondamente a los españoles, como en ella se
incuban los gérmenes de lo que luego, en la centuria siguiente, será lucha política, armada,
guerra civil en una palabra, la interpretación misma de lo que esta época significa en la
historia de la cultura española se ha hecho con ánimo polémico y su valoración total resulta
afectada por el partidismo tradicionalista o liberal. Cuando Menéndez Pelayo, por ejemplo,
se enfrenta con el siglo XVIII se deja llevar por su pasión de abanderado del tradicionalismo
y, en tanto que alaba sin medida a escritores mediocres sin más razón que la de haber sido
fieles a una tradición ya infecunda, rebaja el valor de otros por haber sido víctimas de lo que
él consideraba como perjudicial contaminación de la impiedad extranjera.
Hay desde luego razones suficientes para que los españoles, sobre todo los enamorados de
las antiguas glorias, miren al siglo XVIII como una etapa desgraciada de la historia nacional.
En 1700, tras de la muerte de Carlos II, pasa el trono de España a Felipe V, nieto de Luis XIV.
Entra así a reinar en el país la dinastía francesa de los Borbones, no sin una guerra sangrienta
de sucesión, que dura trece años, en la que el país se divide por primera vez en dos bandos,
y de la que sale muy quebrantado. En la paz de Utrecht y luego en la de Radstadt (1713 y
1714), el imperio español en Europa se deshace: pierde la monarquía española a Sicilia,
Cerdeña, Milán, Luxemburgo y el Franco Condado, e incluso dos pedazos valiosos del
territorio nacional, Gibraltar y Menorca. La política de los Borbones posteriores, si en el
dominio interno -cultura, economía, administración- tuvo mucho de beneficiosa, sobre todo
en los reinados de Fernando VI (1746-59) y Carlos III (1759-88), fue en el internacional casi
siempre funesta. Al fin del siglo cae el país en la abyección política. Carlos IV, en 1808, se
entrega vergonzosamente en manos de Napoleón y el proceso de desmembración del
imperio se completa con las primeras rebeliones de las colonias americanas, resultado en
gran parte, de la torpe política española.
Como consecuencia de estos hechos, la historia de la literatura ha sufrido del simplismo
tendencioso con que se ha interpretado el carácter general del siglo. Así, es común estudiar
las corrientes literarias de esta época como resultado exclusivo en un sentido u otro de la
influencia francesa, entronizada por la nueva dinastía: de un lado, neoclasicismo y
enciclopedismo, de origen francés; de otro, la reacción tradicionalista o nacionalista, del
espíritu castizo contra todo lo extranjero.
Lo que respecta a la influencia francesa necesita algunas aclaraciones. Es por de pronto
insuficiente explicarla por un hecho puramente político como el cambio de dinastía. Los
contactos con la literatura francesa se inician antes de 1700, aun en pleno Siglo de Oro, y
además esa influencia fue universal. Francia, como antes Italia y luego España, llegaba al
momento de su hegemonía cultural. Todo el mundo sintió su huella y el hecho de que los
Borbones ocupasen el trono de España no hizo sino acentuarla.
Más importante es señalar el hecho de que la influencia francesa no fue la única y en algunos
aspectos esenciales ni siquiera la preponderante. Lo característico, el hecho nuevo, es la
comunicación de España con "el espíritu europeo". La intermediaria es con frecuencia
Francia y entre las fuentes inmediatas predominan sin duda las francesas. Pero en la génesis
de algunas de las corrientes renovadoras más profundas, junto a lo francés aparecen lo
inglés o lo italiano.
Feijóo se documenta para sus ensayos en las Mémoires de Trevoux o en el Journal des
Savants, mas el impulso ideológico lo recibe de Francis Bacon, a quien siempre alude como a
su maestro. Jovellanos debe tanto o más que a los enciclopedistas franceses -Montesquieu,
D'Alembert o Diderot- a pensadores ingleses como Locke y Adam Smith. Y en la poesía de
Meléndez y sus contemporáneos, Pope y Young influyen a la par con Thompson o Saint
Lambert.
No menos importantes son los contactos con Italia. Las teorías literarias de Luzán, punto de
arranque del neoclasicismo, proceden de los preceptistas italianos. Metastasio, Goldoni y, a
fines del siglo, Alfieri, gozan de extraordinario prestigio. Su influencia directa es quizá
mayor que la de ningún otro escritor extranjero. Y los jesuitas expulsados de España en 1767
y refugiados en Italia, entre los cuales se encuentran algunos de los nombres más ilustres en
la cultura del tiempo, escriben muchas de sus obras en italiano y absorben la cultura de Italia
mientras polemizan allí en defensa de las letras españolas, con críticos como Tiraboschi,
Bettinelli y Ristori.
Paralelos a ese interés por incorporarse a las corrientes de la cultura europea, se desarrollan
los esfuerzos por revitalizar las raíces del espíritu nacional, reanudando el hilo perdido. El
esfuerzo toma direcciones diversas. Una crítica hostil casi siempre al siglo XVII investiga los
orígenes de la grandeza española en la Edad Media y sobre todo en el siglo XVI. Se inician
las polémicas críticas en torno a la decadencia. Historia. dores o eruditos como Masdeu, el
padre Flórez, el padre Sarmiento, Mayans, o espíritus críticos del tipo de Jovellanos, Cadalso
y Forner revalorizan las figuras de los Reyes Católicos, de Cisneros, de Cortés, de Vives y
Cervantes. Los poetas de la escuela de Salamanca quieren desenterrar la lira de fray Luis y
los de Sevilla la inspiración de Herrera. El esfuerzo es considerable y en la época de Carlos
III, España presenta un grupo preclaro de escritores, reformadores, críticos y eruditos. Se
estudia todo y se echan cimientos para una reconstrucción de la cultura española, de una
solidez mucho mayor de lo que los denigradores sistemáticos de esta época han reconocido.
Se delinean, con una conciencia profunda, que no volverá a encontrarse hasta el comienzo de
nuestro siglo con la llamada generación del 98, los dos remedios necesarios para que la
cultura española salga del marasmo en que se encontraba a fines del siglo XVII:
europeización y españolización. Abrirse a todos los aires del espíritu del tiempo y destruir lo
carcomido del árbol vetusto de la tradición -enterrar lo muerto del pasado- para que las
raíces hondas y perennes puedan volver a florecer. Se trata de buscar -como Unamuno hizo
a fines del siglo XIX- la tradición eterna.
Ahora bien, los espíritus más avisados se dieron cuenta de que la doble tarea no era fácil.
Perciben la incompatibilidad de principios que había entre el espíritu nacional español, tal y
como se define después de la Contrarreforma, y las nuevas ideas. Incompatibilidad que era
necesario resolver, porque España no podía vivir aislada espiritualmente del resto de Europa
prolongando formas de vida y de cultura ya superadas, estériles, ni podía quedar reducida
al papel de país meramente imitador, renunciando a su gran pasado.
En el terreno puramente literario, el siglo XVII es casi baldío. No se produce con
contadísimas excepciones -Meléndez Valdés, Ramón de la Cruz, alguna página del padre
Isla- ni poesía ni teatro ni novela de valor duradero. La lengua misma -salvo las citadas
excepciones, la prosa crítica de Feijóo, Jovellanos o Forner- se empobrece visiblemente. Hay
poca originalidad en las ideas y menos en el arte. Y, sin embargo, el desdén con que se suele
tratar a este período, crítico en un doble sentido, es injustificado. Porque como
compensación a la falta de cualidades creativas presenta, en cambio, un saber sólido, una
seriedad ejemplar en el propósito de encontrar nuevos caminos, una inquietud honda por
salir de la encrucijada en que se halla el espíritu patrio; y, en suma, un espíritu renovador,
tan sincero y, en lo fundamental, tan inteligentemente dirigido que hizo posible la
continuidad de la cultura española que parecía ya enteramente acabada a fines del siglo XVII.
En la literatura, preparó el renacimiento, que se inicia con el romanticismo y sigue en línea
ascendente hasta llegar a los comienzos de la época contemporánea.
Cronológicamente se puede dividir la literatura del siglo en tres momentos:
1. El de la iniciación del nuevo espíritu en un ambiente dominado todavía por la prolongada
decadencia del Siglo de Oro y la influencia de Góngora, Quevedo y Calderón.
2. El de apogeo del neoclasicismo y el espíritu de reforma.
3. El de transición hacia el siglo XIX y el prerromanticismo.
Aunque este esquema peque, como todos los esquemas, de rigidez, y ya que dentro de cada
uno de estos períodos hay tendencias contradictorias, creemos que es el más claro para dar
una idea de la evolución literaria en su conjunto, que es en este tiempo más importante que
el estudio particular de los escritores.