LITERATURA ESPAÑOLA - Francisco de Quevedo
HISTORIADORES, LITERATURA RELIGIOSA Y TRATADISMO POLITICO
Por razones de brevedad agrupamos bajo este título poco exacto la cuantiosa producción de
un número considerable de prosistas. Abarca campos muy varios en la mayoría de los cuales
no se hace sino continuar las tendencias del siglo anterior.
Los historiadores, por ejemplo, siguen las normas clásicas ya trazadas por Hurtado de
Mendoza y Mariana. Entre los del siglo XVII deben mencionarse por la elegancia del estilo a
Francisco de Moncada, Francisco Manuel de Melo y Antonio de Solís.
Otro género que es también simple continuación del impulso recibido es el de la literatura
religiosa, aunque aquí la decadencia es más evidente. Lo característico es que el misticismo
sea llevado a sus consecuencias extremas, ya literarias, en las fantásticas visiones de sor
María de Agreda; ya doctrinales, en el "iluminismo" de Miguel de Molinos, el autor de la
Guía espiritual, que tanto influyó en el círculo quietista francés presidido por Madame
Guyon. Unicamente en los tratados ascético-morales del jesuita Juan Eusebio Nieremberg
conserva el género la solidez de doctrina y el equilibrio espiritual de los grandes escritores
del siglo XVI.
En conjunto, toda la prosa didáctica de fines del Siglo de Oro recorre caminos trillados. Las
ideas han perdido frescura y flexibilidad y están rígidamente fijadas en el marco de la
ortodoxia católica y la monárquica. El estilo mismo, que es lo que suele hacer aún interesante
a casi toda esta literatura, cuando no es una mera imitación de los maestros del segundo
Renacimiento, es prosa culterana: altisonante, retórica, recargada de artificios barrocos. Lo
nuevo sólo se encuentra en el conceptismo, con su estilo recortado, aforístico, sutil.
Junto con la novedad del estilo conceptista, la nota más acusada de la época se da el los
campos concomitantes del criticismo político y el pensamiento moral. Innumerables son los
tratados de tema político que se escriben a partir de 1600. Pueden dividirse en dos grandes
grupos: los dedicados a analizar con sentido práctico los males de la decadencia; y las
defensas teóricas de la monarquía católica frente al concepto laico-racionalista del Estado
que arranca de Maquiavelo.
Ambas tendencias -la crítica y la teórica- se funden con un sentido literario superior al de
todos sus contemporáneos en la Idea de un príncipe político-cristiano representada en cien
empresas (1640), de Diego de Saavedra Fajardo, la obra maestra del género. Saavedra fue
diplomático, viajero, hombre de gran cultura, de mente clara y de pensamiento sosegado. Su
prosa, depurada, flexible, se mantiene en un justo término medio: evita por igual la
altisonancia culterana y la oscuridad conceptista. Aunque escritor típico del 600, es Saavedra
uno de los buenos prosistas del clasicismo español.
GRACIAN. - Sobre todos los autores didácticos de este tiempo descuella la personalidad
literaria del jesuita Baltasar Gracián (1601-1658), que forma con Quevedo la pareja de
grandes prosistas del conceptismo. Espíritu sutil y selecto, sagaz escrutador de lo humano,
es el último y quizás el más grande de los moralistas españoles.
Su obra presenta cuatro aspectos: Tratados morales: El héroe (1637); El poli_ tico (1640); El
discreto (1646); dos al parecer perdidos, El atento y El galante, nunca publicados; y el
Oráculo manual (1647), resumen de todos ellos.
Crítica y estética conceptista: Arte de ingenio: tratado de agudeza (1642), refundida y
ampliada en 1648 con el título de Agudeza y arte de ingenio.
El Criticón, novela moral en tres partes (1651-53 y 57) y El comulgatorio (1655), de temas
religiosos.
La mayor creación de Gracián, la medida de su genio literario, ha de buscarse en El Criticón,
alegoría de la existencia humana, cuadro múltiple en el que Gracián compendia su filosofía,
su concepción total de la vida, al que fluye toda su erudición y su capacidad inventiva. En
esta obra, Gracián expone todo su saber, fruto de la lectura, de la experiencia y de la
meditación, al narrar el largo viaje de Andrenio -el hombre natural e intuitivo-, acompañado
por Critilo -el hombre de la razón y la experiencia- desde una isla desierta hasta la isla de la
inmortalidad, donde descansan de sus trabajos. En su recorrido, los dos personajes de esta
novela filosófica pasan por las naciones del mundo, los caminos y puertos de la vida, de los
palacios y cortes y plazas de la ilusión, de la voluptuosidad, de la fortuna, de la hipocresía,
de la virtud y de otras mil alegorías.
Pero, más que en El Criticón, y aunque no en panorama tan amplio, el pensamiento moral, el
conocimiento directo del hombre, se encuentra, concentrado en esas quintaesencias tan
gratas a Gracián en las trescientas máximas del Oráculo manual y arte de prudencia. Es
además ésta la obra a la que debe Gracián el haber sido autor muy divulgado entre un
público de lectores cultos por toda Europa y que se le conceptúe entre los precursores del
individualismo moderno y entre los maestros de Schopenhauer y, en parte, de Nietzsche.
Sacada -como reza el subtítulo- de los aforismos que se discurren en sus anteriores tratados,
es la síntesis de todos ellos: heroísmo, discreción, galantería, arte del bien saber y del obrar
con cordura, imagen del hombre perfecto y, sobre todo, del hombre prudente, del hombre de
éxito.
Sería inútil buscar unidad en el pensamiento de Gracián tal como aparece
en esta obra.
Muchas veces se han señalado sus contradicciones, contradicciones inevitables como
resultado de la contradicción íntima que latía en la cultura española desde los comienzos de
la Edad Moderna y que da su dramatismo a la España crepuscular del siglo XVII.
Contradicción entre el concepto estrictamente laico y estrictamente religioso del mundo;
entre un sentido trascendente de fines divinos y otro inmanente de fines humanos; entre
realidad e idealidad. Sólo Cervantes logra superar la contradicción por medio del humor. En
Quevedo el drama adquiere su máxima tensión. Calderón lo envuelve en la metafísica
simbólica de su teatro. En Gracián se traduce en una moral equívoca sutilizada en la
expresión sibilina de su extremo conceptismo.
Con Quevedo, Saavedra Fajardo y Gracián se acaba la prosa española del Siglo de Oro. El
conceptismo cómico de Quevedo y el estilo equilibrado de Saavedra aún encuentran algunos
imitadores mediocres en el siglo XVIII. En cambio, el abstracto y conciso conceptismo
ideológico de Gracián no tiene quien lo continúe en toda la literatura castellana, a no ser
entre algunos prosistas de nuestro siglo, especialmente José Bergamín.