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GEOGRAFIA ECONOMICA – Granjas y productos lácteos
La perfección en los cultivos y en la cría de animales de organización
industrial hay que
buscarla en la granja moderna, donde la agricultura realiza su concreción económica. Podrá
decirse, con razón, que las tierras, las plantas y los animales no son máquinas que se presten a
aumentar su rendimiento mediante el cambio de una polea o el dentado de una rueda de
engranaje. Pero es asombroso lo que puede conseguirse con el estudio de las leyes físicas,
biológicas y fisiológicas, con ensayos y experiencias sistemáticos y con la persistente aplicación
de métodos científicos popularizados por la práctica y acreditados por sus resultados
retributivos. La técnica y la práctica se juntan en una vieja tradición que el álbum de la historia
registra en forma gráfica como progresos alcanzados a través de avances y retrocesos, de
ascensos y recaídas.
En cualquier rincón del mundo en que nos encontremos, se podrá observar en cuanto nos rodea
la marca de climas diversos, de países remotos, del esfuerzo del hombre desconocido. La
madera de los pisos y de los muebles, el cristal de los espejos, la pintura de las paredes, el hierro
de estufas o radiadores, las conducciones eléctricas, el papel, el carbón de la cocina, el pan, la
carne, las frutas, el vino, el café, los licores, en cualquier orden que sea, cuanto tenemos a
nuestro derredor procede de puntos distintos del planeta, entró en la rueda del comercio y se
entregó para el consumo de todos a cambio de una retribución que permita la continuación del
esfuerzo que la producción y el servicio demandan. Pero existían y existen mil productos que no
están al alcance de todos y que parecían vedados al consumo universal. Para el caso, aunque el
hombre conociera el gusto de la leche y su valor nutritivo, su cualidad perecedera y su escasez
la convertían en alimento para enfermos y convalecientes, sin que pudiese sospecharse que su
producción llegaría a ser prácticamente ilimitada y su conservación indefinida. Cien años atrás
muchos moradores de pueblos y ciudades desconocían en absoluto lo que era la leche, como
todavía ocurre hoy a millones de seres infortunados de regiones poco desarrolladas. El queso es
un producto muy antiguo, pero su consumo no llegó nunca a generalizarse; también es antiguo
el kéfir del Cáucaso o el yoghourt de Bulgaria, pero, hasta hace poco, fuera de aquellas regiones
nadie conocía sus virtudes terapéuticas y alimenticias. Los mejores productos, las cosas que
consideramos indispensables a nuestra complicada existencia, no tendrían utilidad ni habrían
alcanzado reputación si el comercio no las hubiese puesto en giro y el intercambio no se hubiese
generalizado estrechando las relaciones humanas en beneficio común.
Años atrás, en casi todos los hogares, lo mismo urbanos que rurales, había penetrado el queso
de Holanda, la leche condensada suiza, o la mantequilla de Dinamarca. En cierto aspecto, estos
productos delicados, reveladores del ingenio de pueblos laboriosos, eran un reproche a la
pereza y a la rutina de pueblos igualmente capaces y tal vez mejor asistidos para una
producción intensiva. Cuando la electricidad llegó a los hogares campesinos, la máquina de
desnatar la leche pudo ocupar su modesto rincón y deshilvanar silenciosamente el hilito blanco
de crema que añadía unos ingresos a la economía doméstica. En otro rincón la incubadora
mecánica desarrollaba, también calladamente, el calor constante exacto de veinte o más gallinas
cluecas y ofrecía a los 21 días el milagro de centenares de pollitos alegres y sanos, o de patitos
blandos y torpes a los 28. Un tubito de agua caliente mantenía durante la noche el calor en las
jaulas de los conejos y aceleraba las crías, otro hacía el mismo prodigio con las palomas, y todo
se conservaba limpio y pulcro; incluso las pocilgas de los cerdos tenían pisos de cemento y eran
lavadas a chorro, con mangueras.
La vaca, el animal mitológico que adoraron los pueblos primitivos como símbolo de abundancia,
preside por derecho propio la complicada organización de la granja moderna, donde nada se
pierde, todo se aprovecha y todo responde a un fin utilitario que es a la vez encanto y poesía.
Visitar ciertas granjas lecheras, particularmente en algunos países mediterráneos amigos del
fausto y del esplendor, no es solamente contemplar una selección de ejemplares de alta
producción, sino caminar bajo naves lujosas, paredes revestidas de azulejos y jardines de
esparcimiento para las vacas, como en un pensionado. Además, la profusión y afirmado de los
caminos, los camiones-tanques recorriendo las casas de campo, la electricidad y el teléfono
elevaron el nivel de las granjas humildes y llevaron los productos frescos y apetitosos a los
mercados urbanos todos los días, resultando que el habitante de la ciudad consume los
productos del campo en las mismas condiciones de pureza y sazón que el propio productor
campesino. Las vacas lecheras que propagaban la tuberculosis y las aves de corral que
apestaban al vecindario fueron expulsadas de los centros urbanos, y la obligada pasterización de
la leche y la inspección severa de carnes, pescado, verduras y frutas aseguran la higiene y
sanidad de las provisiones alimenticias de todas las urbes civilizadas.