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PREHISTORIA - El Período Paleolítico
En páginas anteriores, al expresar cuáles habían sido las clasificaciones con que hemos
intentado dividir los
largos tiempos anteriores a la Historia, señalamos que la más común y
conocida división era la que descomponía todo ese inmenso lapso en dos grandes períodos: el
Paleolítico o de la piedra tallada, y el Neolítico o de la piedra pulida. Sin perjuicio de examinar
muy minuciosamente sus subdivisiones internas en otros tratados (en los cursos de Arqueología
y de Antropología), vamos a intentar, ahora, una rápida caracterización de uno y otro, así como
señalaremos un fenómeno artístico —el nacimiento del arte, nada menos— como algo
típicamente prehistórico. Y ahora pasemos, derechamente, a ver el panorama que nos ofrece el
período Paleolítico.
Ya hemos visto que es totalmente imposible para nosotros, hombres de la moderna cultura
occidental, poder reconstruir, imaginativamente, las condiciones de vida del hombre del
Paleolítico, tan distintas, en todo sentido, de las nuestras y siendo tan remoto nuestro
parentesco espiritual con aquel ancestral antepasado. En efecto, no sólo el medio ambiente es
totalmente diverso sino que la capacidad de los sentidos de captación de la realidad y aun la
justipreciación subjetiva de esa misma realidad objetiva —en el caso totalmente hipotético de
que de alguna manera pudiéramos llegar a captarlo—, serían absolutamente diferentes, de tal
manera que constituyen dos universos distintos.
Acaso el fondo imperturbable, perdurable, de su yo individual, estuviese constituido por un
vasto, permanente, constante terror. Pequeño ser, débil y desvalido, frente a las masas
inconmovibles del mamut y del oso de las cavernas; al asalto acometedor y enloquecido del
bisonte y del jabalí, al salto reptante de los grandes felinos; de piel delgada y casi desnuda,
comparándola con la rugosa y casi impenetrable de los rhinoceros y de los elephas; de agilidad
menor, comparativamente, que la de los infatigables ciervos y renos que persigue o que la de los
carniceros que le persiguen; de niñez larga y desamparada en vez de la pronta validez y
maduración animal que le rodea, el hombre se ha impuesto, sin embargo, poco a poco, en medio
de temores inmensos, a lo largo del Paleolítico —el más largo de los tiempos prehistóricos—, en
una lucha secular, heroica, aparentemente desigual, precisamente porque tiene dentro de sí esa
chispa de insatisfacción y de inquietud que le diferencia del resto de los seres de la serie animal.
Su morfología peculiar le ha concedido la posición erecta, y esta superioridad de posición
parece haber decidido su destino. Al liberarse de estar pegado a la tierra ha ampliado su
horizonte visual, primer paso para la necesaria consecuencia que le llevará a desarrollar su
civilización. La ampliación del horizonte visual le conduce a la ampliación del horizonte mental.
Es la primera vez que va a aparecer un ser capaz de darse cuenta del terrible misterio de la
muerte, de comprender o imaginar su sentido, de rebelarse contra ese mandato inexorable de su
destino, de forjarse tranquilizadores trasmundos —sin duda muy semejantes a la pobre realidad
que conoce—; toda una serie de rudimentarios entierros —indubitables testimonios de la
existencia de un incipiente pero verdadero culto de los muertos— surgirá de ese desarrollo de
su aptitud mental.
Todos los seres, en mayor o menor grado, demuestran conocer la proximidad de la muerte. Pero
únicamente el hombre, desde tan temprana hora, hace nacer de eso un culto y acaso una
religión. Y esa capacidad no es privativa de un solo tipo de hombre fósil. Basta que el hombre lo
sea realmente, no como una realidad frustrada y regresiva —como el de Neanderthal— sino que
corresponda a alguno de los tipos logrados y con capacidad evolutiva superior. Como luego lo
veremos, el hecho pareció tan improbable que suscitó abundantes y enconadas controversias. La
abundancia y corroboración de los hallazgos ha hecho hoy imposible la prolongación de
aquéllas.
Es esa misma capacidad intelectiva la que hace del hombre paleolítico un homo faber (un
hombre con capacidad de hacer), antes de que pueda decirse que ha llegado al estado superior
de homo sapiens. En efecto, es el único ser de toda la escala animal que sabe hacer instrumentos.
¡Cuán pobres y rudimentarios estos restos de su incipiente industria! Tanto como para que, al
principio, casi no puedan distinguirse de los restos arrojados al azar por las fuerzas de la
naturaleza. Sólo poco a poco, con un penosísimo esfuerzo, cortado por largos y repetidos
períodos de abandono, vagancia, desapego, ociosidad de una mente casi infantil, incapaz de
esfuerzos prolongados y disciplinados, retomando y rechazando alternativamente, una y mil
veces la tarea, a través de muchas generaciones, el hombre paleolítico va creando los tipos de su
instrumental. Cuando logra que uno de sus ensayos cuaje, descansa, repitiendo hasta la
saciedad, con servil imitación, el modelo logrado, hasta que, mucho más tarde, alguna nueva
generación, acuciada por una nueva necesidad, se da una vez más a las angustias de la creación
instrumental o mobiliaria.
La enorme extensión temporal del Paleolítico hace que el hombre, pese a la tremenda lentitud
de su marcha ascendente, pueda recorrer toda la gama de sus esfuerzos en torno a la realización
de un nutrido instrumental de piedra, marfil, hueso, asta de reno y, posiblemente, madera y
otros materiales igualmente perecederos, que por ello no han llegado hasta nosotros.
El estudio pormenorizado de los distintos períodos cronológicos en que interiormente se divide
el Paleolítico (que verificamos al tratar, menudamente, de la Arqueología) permitirá advertir
cómo el hombre partiendo del simple coup de poing ha llegado a constituir todo un bien
diferenciado corpus instrumental, apto para el logro de sus diversos fines.