Textos    |    Libros Gratis    |    Recetas

 

.
PEDAGOGÍA - La educación: su concepto. La escuela. La escuela en América
LA ESCUELA EN AMERICA
Cualquier reforma de la educación que se intente en América, en esta América hispana, tendrá
que partir de la realidad americana. Tendrá que estudiar las condiciones de esa realidad, los
caracteres de la edad contemporánea; tendrá que hacer un análisis de nuestro tiempo para
colocarse a su altura y superarlo después con el propósito de crear un tiempo nuevo. Y tendrá que
hacer el diagnóstico de la nueva generación para ver cuál es su anhelo, su angustia, su esperanza,
y darle lo que necesita, lo que le falta.
Una de las funciones de la enseñanza primaria consiste en impregnar a la juventud de las ideas y
creencias que dominan en la época en que se vive. Hay que estar a la altura de los tiempos. Cierto.
Pero ello no implica el deber de atenerse con rigor al ideario intelectual de esos días, en esas horas
de la historia. Ese pensamiento, que es el de la generación anterior, sirve de punto de partida; pero
no vale como punto de llegada, porque quedaría interrumpido el proceso de la historia, en el cual
no hay dos días iguales. El maestro debe estar a la altura de su tiempo; es decir, debe partir de ese
nivel, pero no debe permanecer en él. Tiene que rebasarlo; tiene que crear un tiempo nuevo, o por
lo menos ha de señalar las categorías, las condiciones de ese tiempo futuro en el que van a vivir
las generaciones nuevas. La educación tiene que ser una anticipación, una proyección de lo que va
a venir; más aun en América, que si es algo, es proyección hacia el futuro, hacia lo por venir. La
educación no puede quedarse en el presente, que es un haber llegado y reposar. No; la educación
tiene un camino y un andar. Tiene que apoyarse en el pasado y proyectar el porvenir.
La educación es siempre un arte, un artificio. No es un proceso natural, sino un sistema racional.
Es una ley reguladora, una disciplina que sirve para crear precisamente lo que no existe. Parte de
un plan, de un proyecto, de una idea del hombre fabricada con arreglo a lo que tiene que ser y a lo
que no tiene que ser. Sólo en un momento de confusión caótica se ha podido pensar que la misión
de la escuela consistía en dejar que se manifieste la libre espontaneidad del alumno. Nada se
adelanta con dejar que actúe esa espontaneidad libre. Los instintos en el hombre son muy
deficientes e imperfectos. El hombre es el único ser viviente que vive con arreglo a un plan forjado
por su fantasía. En cuanto el hombre empieza a pensar sus instintos se debilitan, se rompen y no
le quedan más que pedazos de instinto, que es lo que hoy tiene. Una educación espontánea,
instintiva, no sólo sería un absurdo sino que no sería posible. Cuando manda la libre
espontaneidad rige el capricho, no la ley. Y una educación caprichosa no tiene de educación más
que el nombre.
El educador ha de partir de la realidad, de los hechos de esa realidad, de la naturaleza del alumno,
de lo que es en ese momento de la historia, de sus cualidades y defectos. Debe admitir sin
vacilación las que siendo esenciales valen para todos los tiempos y desechar no sólo las que no
valen hoy, sino las que no van a valer en ese futuro próximo en el que va a vivir el alumno. Y bien,
lo que se desecha tiene que ser substituido por lo que le falta, por lo que necesita, por lo que va a
necesitar en esa nueva vida que anuncian los tiempos nuevos.
Hay que partir de la realidad circundante para modificarla en lo que debe ser modificada con
tarea persistente y tenaz. La primera pregunta debe ser ésta: ¿Cuáles son las condiciones del
pueblo en que vive el alumno que tengo que educar? Y la realidad nos dará la contestación
mediante un análisis de las cualidades del niño que se manifiestan en la vida de la escuela. Esas
cualidades, inmutables a lo largo de la historia, son las que hay que conservar sin que se pierdan
con la mezcla de nuevos pueblos y nuevas razas. Porque son propias, peculiares, suyas, distintas
de las del hombre europeo. Se cometería en la educación un error de perspectiva si se pensara que
porque los muchachos que asisten a nuestras instituciones escolares son, en su mayoría, hijos de
emigrantes europeos, tienen que ser idénticos a los de los pueblos de donde proceden los padres.
No; la cultura es europea, pero los hombres que han de recibir esa cultura no son europeos. A los
cinco años de permanecer en Latinoamérica, el español, el italiano, el francés, ya no es el mismo
hombre. La tierra lo toma y lo hace suyo. El viento, el sol de la llanura tiñen su piel y transfiguran
su rostro. En su idioma se mezcla el viejo y clásico acento sudamericano. Los caracteres
inconfundibles del pueblo americano hacen presa en su cuerpo y en su espíritu y le imprimen su
impronta imperecedera. Estos caracteres, reconocidos y enumerados por los escritores argentinos
que han tratado de precisar y definir el hecho argentino, son los siguientes: tristeza, soledad,
indolencia, predominio de la emoción, anhelo de libertad, ausencia de grupos, espíritu de
donación, silencio (un pueblo mudo que no ha hallado todavía su forma de expresión), finura
interior, ansiedad de dominio y de poder, hombres a la deriva de sus propios mitos, hombres a la
defensiva.
Y hay que hacer el diagnóstico de la generación que vamos a educar. La generación actual es una
generación demasiado segura de sí misma; no vacila, tiene fe en lo que proyecta, en lo que concibe,
en lo que anhela; pero carece de entusiasmo para uncirse al yugo de la tarea y de continuidad
para llevarla a término.
Hay que crear un hombre nuevo. La pretensión así enunciada parecerá excesiva, pero se trata de
una necesidad urgente. Hay que crear un nuevo tipo de hombre, un hombre americano capaz de
proyectar y realizar las próximas etapas futuras de la historia. La imagen de ese mundo nuevo
que va a ser América no le puede venir al hombre ni de Grecia ni de Roma, sino de sí mismo. El
camino que conduce a la busca de América empieza y acaba en cada uno de los americanos.
En un mundo en el que han triunfado los valores económicos, la educación tendrá que inyectar en
el alumno valores espirituales. Si va a ser banquero, la escuela no le enseñará a redactar una letra
de cambio sino a crear una nueva economía monetaria, más justa, más equitativa, mejor. Si va a
ser maquinista, no le enseñará a armar y desarmar un motor, sino a inyectar espíritu en la
máquina para acabar con lo que el maquinismo tiene de dominador o de precario. Hay que
enseñarle las grandes disciplinas de la cultura, pero la cultura tiene que ser vital. La enseñanza no
puede ser por más tiempo un reino de palabras vacías. Dado el hecho de la vida, la escuela no lo
admitirá como inexorable, no se someterá a él sino que hallará su compensación para reformarlo y
transformarlo en otro mejor. No hay que partir del escepticismo de que "el mundo es así". Sí; es así,
pero puede ser de otro modo. El maestro no debe ser un hombre escéptico. Tiene que creer en las
posibilidades humanas: en la posibilidad de autocreación.
Frente a un mundo en el que todo cambia, tendrá que preocuparse de instaurar en la mente del
alumno valores eternos. Frente al movimiento perenne, que es el rasgo de la decadencia de
Europa en la Edad Moderna, la quietud. Frente a la velocidad infecunda, la meditación fértil. Hay
que producir el acuerdo consigo mismo. Los hombres viven hoy en desacuerdo perenne. Profesan
la paz y hacen la guerra. Desprecian el poderío y se matan por conseguirlo. Creen en la justicia y
practican la violencia. Pretenden afirmar a Dios y lo niegan en sus obras. Ensalzan la caridad y
viven en la avaricia. La Edad Moderna ha creado una vida hipócrita, sin autenticidad. Eso es
precisamente lo que tiene que corregir, que modificar la educación. Es un problema de vida o
muerte. Es un problema de ser o no ser.