HISTORIA DE LA CIENCIA - Los griegos
EMPEDOCLES Y DEMOCRITO: LOS CUATRO ELEMENTOS Y LOS ATOMOS
Contemporáneo de Filolao, EMPEDOCLES DE AGRIGENTO, pensador profundo y
polifacético, agrega, hacia la mitad del siglo v a. de C., a las tres sustancias primordiales de los
jónicos una cuarta, la tierra, y vuélvese así padre de la doctrina de los cuatro elementos, con
los que estaría constituida toda la materia del Universo. Adoptada por Aristóteles y, a su
ejemplo, por los peripatéticos, la tesis de Empédocles fue enseñada, con algunos retoques,
durante dos mil años. La filiación pitagórica de sus ideas no da lugar a dudas: fue el primero
en entrever y es la parte imperecedera de su hipótesis que detrás de las diferencias
cualitativas en las propiedades del compuesto se esconden las diferencias cuantitativas de sus
constituyentes elementales; idea luminosa que está en la base de la química moderna. Sin
embargo, el fondo real de su teoría está cubierto por el velo de especulaciones míticas: amor y
discordia, que rigen el mundo, se manifiestan como repulsión y atracción de los elementos.
Sólo elementos afines pueden unirse, con exclusión de otros que les son opuestos. A cada uno
de los cuatro elementos tierra, agua, aire y fuego son propias dos de las cuatro cualidades
primarias calor y frío, humedad y sequedad, que, como los elementos, se atraen y
rechazan. Primera aproximación al concepto de nuestros elementos químicos, la doctrina de
Empédocles, ampliada por Aristóteles, significa en principio un progreso, para volverse
después, por obra del rígido dogmatismo de los peripatéticos, un obstáculo para el desarrollo
de la teoría química.
DEMOCRITO, discípulo del fundador de la Escuela Atomista, LEUCIPO DE ABDERA,
planteó desde otro punto de vista el gran problema de la materia, hacia el 400 a. de C. Los
eléatas, representados brillantemente por pensadores como Parménides y Zenón, habían
rechazado la divisibilidad de la materia y negado la existencia del vacío; la afirmación de esos
dos conceptos está en la base del sistema de Leucipo y Demócrito. Cuando dividimos un
pedazo de madera, es lógico admitir que la hoja del cuchillo penetra en los intersticios de la
materia; si existiera materia sin intersticios, sin vacío, su resistencia opuesta a la división sería
infinita. Por otra parte, cuando se logra, por división sucesiva, poner al desnudo todos los
intersticios de una materia dada, los fragmentos que restan ya no se dejan dividir más; estos
fragmentos, últimas partículas de la materia, son los átomos. Se ve, pues, cómo en el
pensamiento de los antiguos la realidad del vacío y del átomo son dos aspectos inseparables
de la misma doctrina.
Los átomos, infinitos en número, son enseña Demócrito eternos e invariables; todas las
propiedades de los cuerpos se explican por la cantidad, tamaño, posición recíproca y, sobre
todo, por la forma de sus átomos. Los átomos del agua serían redondos y lisos; los de los
ácidos, puntiagudos; ásperos y duros los pertenecientes a metales. Las transformaciones de la
materia no son otra cosa que reajuste de los átomos, cuyos movimientos perpetuos sus
incesantes uniones y separaciones están en la base de todos los fenómenos del mundo físico
y aun del psíquico. No parece que Demócrito haya atribuido un peso a los átomos, pero sus
discípulos, los epicúreos, lo hicieron. Sin duda, es seductor buscar en las ideas de los
democríteos las primeras trazas del atomismo moderno de los químicos, pero no olvidemos
que sus especulaciones carecían de toda posibilidad de demostración experimental y sólo
representaban una doctrina metafísica.
Pensador polifacético, Demócrito dejó pruebas de su sagacidad en gran número de escritos
que pertenecen a las más distintas ramas del saber, y de los que solamente se conservan los
títulos y algunos fragmentos. "Parece que Demócrito dice Aristóteles ha reflexionado
sobre todos los problemas". Quizá su más auténtico blasón es haber hallado y demostrado que
el volumen de la pirámide y del cono lo expresa la fórmula (base * altura/3) y haber adivinado
que la Vía Láctea sólo es una acumulación de estrellas, demasiado alejadas y demasiado
pequeñas para ser distinguidas una por una. La tradición une con los lazos de la amistad al
filósofo de Abdera con otra gran figura de la ciencia de su época: el médico Hipócrates.