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HISTORIA DE AMERICA - La América indígena
LOS INCAS
Antes del advenimiento de los incas existieron en las regiones costera y montañosa del Perú
civilizaciones cuyas ruinas aún se conservan. Así, por ejemplo, el reino del Gran Chimu, en los
veinte valles del norte de la costa actual del Perú, o la cultura Nazca en una media docena de
los del Sur. De ellos no tenemos otro conocimiento que el que deriva de sus propios restos
materiales. Los incas cuidaron de hacer desaparecer todo recuerdo, como una manera de
asegurar su propia dominación.
Sucesivas guerras, que duraron dos siglos, le aseguraron la consolidación del más grande
imperio americano. Sus costas se extendieron desde el paralelo 2 de latitud Norte hasta el 36
de latitud Sur. Su territorio abarcó el sur del Ecuador, el Perú costero y central actual, todo el
norte de Chile hasta el río Maule y todo el noroeste argentino. Dentro de tan vasto territorio
existía una población de algo más de 10.000.000 de habitantes.
El soberano de este colosal imperio era el Inca. Aunque sus poderes eran extensísimos —pues
su carácter era sagrado y resultaba jefe del gobierno y de la religión al propio tiempo— no era
un monarca omnímodo. Su poder estaba controlado por un Gran Consejo. Después de él
venían los miembros de su propia familia (uno de los cuales asumía el cargo de Sumo
Sacerdote), luego los del clan incásico, los curacas (o antiguos reyezuelos locales dominados) y
sus familias; los funcionarios de menor jerarquía y, por último, la masa de los hatunruna o
gentes del pueblo.
Asentados sobre un terreno poco propicio para las faenas de la agricultura, esos hatunruna
labraron pacientemente ala tierra, en forma colectiva, aprovechando el sistema de terrazas
escalonadas en las laderas; hicieron grandes obras de irrigación artificial, caminos estratégicos
y puentes, protegiendo a la ciudad capital con toda una cintura de fortalezas. Toda la tierra del
imperio fue dividida en tres grandes porciones esenciales: la del Inca, la del Sol, la de la
Comunidad. La primera producía no sólo lo necesario para el sustento del Inca y su familia,
sino también para el mantenimiento del ejército y de la administración; la segunda, lo que
requerían los actos del culto y el sostenimiento de la clase sacerdotal; la tercera era dividida en
tupas (porción variable susceptible de mantener con sus frutos a una pareja) y entregada a los
jefes de familia en el acto de constituir su hogar. Por cada hijo varón el padre recibía un nuevo
tupu, y medio por cada hija. Como el Inca designaba como heredero suyo al hijo mejor dotado
y no al primogénito, el sistema funcionó bien hasta que, en vísperas de la llegada de los
españoles, Huayna Capac cometió la torpeza de dividir su herencia —es decir, el imperio—
entre sus dos hijos (Huáscar y Atahualpa), contraviniendo con ello una experiencia secular,
colocando automáticamente a dichos descendientes en situación antagónica, dividiendo sus
gentes en banderías y provocando la guerra civil. De esta guerra acababan de salir los
incásicos —con el triunfo de la facción de Atahualpa— cuando los españoles descubrían el
Perú.
Como cabeza visible de esta estructura social, el Inca recibía honores realmente soberanos.
Jamás vestía dos veces un mismo ropaje, ni comía en un mismo plato o bebía en igual vaso.
Sus ropajes eran tejidos en las más suaves lanas de vicuña o de alpaca por la experta mano de
las mamaconas. Enormes depósitos estaban colmados de plumas, o de toda otra clase de
materiales, que los pueblos vencidos ofrecían como tributos o que se producían en las tierras
del Inca. Tales riquezas estaban sujetas a un prolijo sistema de contabilidad, gracias a los kipus
—compuestos de cuerdecillas de colores, anudadas—, que interpretaban los quipucamayoc.
Sin embargo, la falta de libertad individual de este sistema excesivamente opresivo de la
persona humana, del hombre común, ahogó muchas posibilidades. Ello se advierte en la
decadencia de la cerámica y de otras artes manuales y en la tristeza de su música añorante. Su
capital fue Cuzco, la bella.