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HISTORIA CONTEMPORANEA – Los Imperios centrales: Austria y Alemania
EL IMPERIO ALEMAN
Constituido en 1871 como consecuencia de la anexión final de todos los territorios reputados
como germánicos, el Imperio Alemán se dio una constitución que hizo de él un estado federal,
pero con un fuerte mecanismo centralizador para determinadas cuestiones. En efecto, distintos
estados que entraron a formar parte del Imperio conservaron su gobierno interior y enviaron
sus representantes al Bundesrat o consejo federal, con cuyo voto se decidían las cuestiones
fundamentales del imperio. Además, los ciudadanos estaban representados —a razón de un
diputado por cada cien mil habitantes— en el Reichstag o parlamento, cuerpo al que
correspondía la sanción de las leyes y la aprobación de los gastos y los impuestos.
Pero en la práctica, por sobre esta organización aparentemente parlamentaria, el emperador —
que era el rey de Prusia— poseía una extensísima jurisdicción. De su gobierno dependía, sobre
todo, lo referente a las relaciones internacionales, la guerra y la paz, con el asesoramiento y
acuerdo del Bundesrat. Con este poder, el emperador podía valerse de innumerables recursos
para desarrollar un poder autocrático, como en efecto ocurrió durante toda la época que duró
el Imperio.
Cuando se constituyó, sobre las ruinas del segundo Imperio napoleónico, toda Europa tuvo la
sensación de que Alemania pasaba a ser, indiscutiblemente, la primera potencia militar del
continente. Poseía la extraordinaria organización que Moltke había dado a su ejército, los
amplios recursos para gastos militares que le asignaba el presupuesto, y sobre todo, un
formidable poderío económico en estado de incesante ascenso. Porque el hecho fundamental
de a historia de Alemania durante el período que transcurre entre la guerra franjo-prusiana y
la primera guerra mundial es su notable capacidad para convertirse en gran potencia
económica.
Con la organización centralizada del país y la ordenación de su política económica, Alemania
pudo obtener óptimos frutos de las ricas regiones que cayeron bajo su jurisdicción en 1870;
entonces pasaron a integrar el ámbito alemán las zonas carboníferas y metalúrgicas de
Westfalia, Alsacia y Lorena, y los índices de producción subieron, en los dos decenios que
siguieron a la constitución del Imperio, en proporciones extraordinarias. Una poderosa
industria y una flota mercante siempre creciente en tonelaje fue la consecuencia de ese
desarrollo de la producción, que provocó en poco tiempo un cambio notable en la situación y
en las condiciones de vida del país.
Alemania se lanzó entonces a una política expansionista: exigió colonias y trató de conquistar
mercados; pero en tanto que el gobierno imperial procuraba solucionar estos problemas que
decidían su política exterior, tuvo que afrontar algunas graves cuestiones que se suscitaron en
su política interna, frente a la cual Bismarck primero y el emperador Guillermo II después se
mostraron inflexibles. En efecto, el desarrollo industrial había permitido la organización de un
poderoso partido socialista que agrupaba gran parte de las masas obreras; en 1875 se unieron
todos los grupos socialistas bajo la dirección de Carlos Liebknecht y de Augusto Bebel
formando el partido social-democrático, cuya acción entre las masas y en el Reichstag adquirió
muy pronto gran repercusión. El Imperio no vaciló en perseguirlo violentamente, sobre todo
después de 1878, en que se produjo un atentado contra Guillermo II, pese a que nada tenían
que ver con él los socialistas. Político de visión y de recursos, Bismarck combinó la persecución
con el establecimiento de leyes sociales destinadas a proteger a los obreros, pero cuya finalidad
política era contener el desarrollo del socialismo. Sin embargo, el partido social-democrático
mantuvo y acrecentó su fuerza y siguió siendo un obstáculo importante para la política
autocrática de Guillermo II.
En ese sentido, también los católicos llegaron a constituir una preocupación seria para el
gobierno alemán. Seguramente porque veía en ellos los defensores o los simpatizantes de
Austria, Bismarck buscaba la manera de neutralizarlos. Formaban un grupo considerable en
número y poseían una excelente organización. Por esas causas, y por su oposición al
absolutismo, Bismarck no vaciló en perseguir a la Iglesia, expulsando a los miembros de
diversas congregaciones y vedándoles el ejercicio de la enseñanza, para llegar hasta una
ruptura de relaciones con el papado. A esa campaña, a la que se dio el nombre de
"Kulturkampf", respondieron los católicos organizándose políticamente y actuando como
partido. Su voz, y la de los socialistas, fueron las que resonaron en el parlamento alemán
oponiéndose a los abusos de poder que caracterizaban al régimen.
Sin embargo, nada podían hacer contra la fuerza que daba al gobierno el formidable desarrollo
económico de Alemania. En treinta años su comercio exterior se triplicó, y la gravitación
internacional del Imperio creció a ojos vistas. La opinión pública exigía que se lograsen
colonias y se conquistasen nuevos mercados, y estos objetivos guiaron la política de Bismarck
y más definidamente aun la de Guillermo II. Había subido al poder este último en 1888 —tras
la muerte de Federico III, que sólo alcanzó a reinar tres meses después de morir Guillermo I—
y dos años después había despachado al viejo canciller para dirigir por su propia cuenta el
destino del Imperio. A su inspiración se debió el curso de la política alemana hasta el estallido
de la primera guerra mundial en 1914.
En medio de grandes fluctuaciones, oscilando entre la simpatía y la antipatía hacia Rusia,
Alemania había llegado a constituir una unidad vigorosa con el Imperio Austro-Húngaro,
constituyendo un fuerte bloque en la Europa central. Si durante mucho tiempo ocultó esta
alianza a Rusia y trató de mantener las mejores relaciones con Inglaterra, fue porque Alemania
consideraba que la piedra angular de su política exterior debía ser el aislamiento político de
Francia. Pero Inglaterra era, en realidad, el objeto oculto de todos sus designios. Tanto desde el
punto de vista de su expansión colonial como desde el de la conquista de los mercados,
Inglaterra era la rival con quien era necesario contar y, a la larga, con quien sería necesario
llegar al conflicto. Alemania pensaba en la guerra permanente, y Guillermo II no supo —o no
quiso—eludir los peligros que le acechaban. Por diversos medios adquirió algunas colonias
importantes en Africa, Asia y Oceanía, y no vaciló en desatar con Inglaterra una terrible
competencia marítima. Así dibujaba un frente de batalla, complementario del que había
diseñado la política austriaca en los Balcanes.